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Un día tomé entre mis manos tu rostro. Sobre él caía la luna. El más increíble de los objetos sumergido bajo el llanto. Como algo solícito, que existe en silencio, tenía que durar casi como una cosa. y con todo nada había en la fría noche que más infinitamente se me escapara. Oh, porque desembocamos en estos lugares, se apresuran hacia la pequeña superficie todas las ondas de nuestro corazón, voluptuosidad y desfallecimiento, y al fin, ¿a quién ofrecemos todo esto? Ay, al extraño, que nos ha malentendido, ay, a aquel otro, que nunca hemos encontrado, a aquellos siervos, que nos han maniatado, a los vientos de primavera, que se han desvanecido, ya la quietud, la perdedora.
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Poeta
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Todos cuantos te buscan te tientan. Y quienes te encuentran te atan al gesto ya la imagen.
Yo en cambio quiero comprenderte como te comprende la tierra; con mi madurar madura tu reino.
No quiero de ti vanidad alguna que te demuestre.
Sé que el tiempo no se llama como tú.
No hagas por mí milagros. Da la razón a tus leyes que de generación en generación se tornan más visibles.
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Poeta
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Lo recordamos todavía. Es como si todo esto tuviera que ser una vez más.
Como un árbol en la costa de los limones llevabas tus pequeños pechos leves hacia adentro del murmullo de su sangre de aquel dios.
Y era tan esbelto fugitivo, el que mima a las mujeres.
Dulce y ardiente, cálido como tu pensamiento, cubriendo con su sombra tu flanco juvenil e inclinado como tus cejas.
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Poeta
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Por ti, para que tú un día llegaras, ¿no respiraba yo a media noche el flujo que ascendía de las noches? Porque esperaba, con magnificencias casi inagotables, saciar tu rostro cuando reposó una vez contra el mío en infinita suposición. Silencioso se hizo espacio en mis rasgos; para responder a tu gran mirada se espejaba, se ahondaba mi sangre. ¡Qué expresión fue sembrada en mi interior para que, cuando crece tu sonrisa, proyecte sobre ti espacio cósmico! Pero tú no vienes, o vienes demasiado tarde. Precipitaros, ángeles, sobre este linar azul. ¡Segad, segad, oh ángeles!
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Poeta
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Todo ángel es terrible. Y sin embargo, ay, los invoco a ustedes, casi mortíferos pájaros del alma, sé quiénes son ustedes. Los días de Tobías, ¿dónde quedaron?, cuando uno de los más radiantes apareció en el umbral sencillo de la casa un poco disfrazado para el viaje, ya no tremendo (muchacho para el muchacho, que se asomó, curioso). Si ahora avanzara el arcángel, el peligroso, desde atrás de las estrellas, un solo paso, que bajara y se acercara: el propio corazón, batiendo alto, nos mataría. ¿Quién es usted? Tempranos afortunados, ustedes, los mimados de la creación, cadena de cumbres, cordillera roja del amanecer de todo lo creado -polen de la divinidad floreciente, coyunturas de la luz, corredores, escalones, tronos, espacios del ser, escudos deliciosos, tumultos del sentimiento tormentosamente arrebatado, y de pronto, individualizados, espejos, ustedes, los que recogen nuevamente en sus propios rostros, la propia belleza que han irradiado.
Porque nosotros, siempre que sentimos, nos evaporamos; ay, nosotros nos exhalamos a nosotros mismos, nos disipamos; de ascua en ascua soltamos un olor cada vez más débil. Probablemente alguien nos diga: Sí, entras en mi sangre; este cuarto, la primavera se llena de ti..., ¿de qué sirve? Él no puede retenernos, nos desvanecemos en él y en torno suyo. Y aquellos que son hermosos, oh, ¿quién los retiene? Incesantemente la apariencia llega y se va de sus rostros. Como rocío de la hierba matinal se esfuma de nosotros lo que es nuestro, como el calor de un plato caliente. Oh, sonrisa ¿a dónde? Oh, mirada a lo alto: nueva, cálida, fugitiva ola del corazón; sin embargo, ay, somos eso. ¿Entonces el firmamento, en el que nos disolvemos, sabe a nosotros? ¿De veras los ángeles recapturan solamente lo suyo, lo que han irradiado, o a veces, como por descuido, hay algo nuestro en todo ello? ¿Estamos tan entremezclados en sus facciones, como la vaga expresión en los rostros de las mujeres preñadas? Ellos no lo advierten en el torbellino de su regreso a sí mismos. (¿Cómo habrían de advertirlo?).
Los amantes podrían, si lo comprendieran, hablar extrañamente en el aire nocturno. Pues parece que todo nos oculta. Mira, los árboles son; las casas que habitamos permanecen todavía. Sólo nosotros pasamos de largo sobre todas las cosas como un cambio de vientos. Y todo se une para acallarnos, mitad por vergüenza quizás, y mitad por esperanza indecible.
Amantes, a ustedes, satisfechos el uno en el otro, les pregunto por nosotros. Ustedes, los que se aferran a sí mismos. ¿Tienen pruebas? Miren, me ha ocurrido que mis manos se reconozcan entre sí, o que mi rostro ajado se refugie en ellas. Eso me da cierta sensación. ¿Pero quién, sólo por eso, se atrevió a creer que de veras es? Sin embargo ustedes, los que crecen el uno en el arrobo del otro, hasta que él suplica, abrumado: “Basta”; ustedes, los que crecen, bajo sus recíprocas manos, más exuberantes, como años de grandes uvas; los que mueren a veces, sólo porque el otro se ha expandido demasiado; a ustedes les pregunto por nosotros. Sé que se tocan tan dichosamente porque la caricia retiene, porque no desaparece el sitio que ustedes, los tiernos, ocupan; porque, debajo de todo ello, ustedes sienten la duración pura. Ustedes, de sus abrazos, por ello, casi se prometen eternidad. Sin embargo, cuando ya se han sostenido el sobresalto de la primera mirada, y ya ocurrieron las ansias junto a la ventana y del primer paseo juntos, una vez, por el jardín: Ustedes, amantes, ¿siguen todavía entonces siendo los mismos? Cuando el uno alza al otro hasta su boca y se unen -bebida con bebida-: ¡oh, de qué manera tan extraña el bebedor entonces se escapa de su función!
¿No se asombraron ustedes, en las estelas áticas, de la prudencia de los gestos humanos? El amor y la despedida, ¿no fueron puestos demasiado ligeramente sobre los hombros, como si se tratara de seres hechos de otra materia que nosotros? Recuerden las manos, cómo se posan sin presión, aunque hay vigor en los torsos. Estos dueños de sí mismos lo sabían: Hasta aquí, nosotros; esto es lo nuestro, tocarnos así; que los dioses nos aprieten con mayor fuerza. Pero eso es cosa de los dioses. Si nosotros encontráramos también una pura, contenida, estrecha, humana franja de huerto, nuestra, entre río y roca. Pues nuestro propio corazón nos excede tanto como a aquéllos. Y ya no podemos mirarlo a través de imágenes que lo sosieguen, ni a través de cuerpos divinos, en los que se contenga más.
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Poeta
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Primera elegía
¿Quién, si yo gritara, me escucharía entre las órdenes angélicas? Y aun si de repente algún ángel me apretara contra su corazón, me suprimiría su existencia más fuerte. Pues la belleza no es nada sino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces de soportar, lo que sólo admiramos porque serenamente desdeña destrozarnos. Todo ángel es terrible. Así que me contengo, y me ahogo el clamor de la garganta tenebrosa. Ay, ¿quién de veras podría ayudarnos? No los ángeles, no los hombres, y ya saben los astutos animales que no nos sentimos muy seguros en casa, dentro del mundo interpretado. Nos queda quizás algún árbol en la loma, al cual mirar todos los días; nos queda la calle de ayer y la demorada lealtad de una costumbre, a la que le gustamos, y permaneció, y no se fue. Oh, y la noche, y la noche, cuando el viento lleno de espacio cósmico nos roe la cara: ¿Para quién no permanecería aquélla, la anhelada, la tierna desengañadora, ahí, dolorosamente próxima al corazón solitario? ¿Es más suave con los amantes? Ay, ellos sólo se ocultan uno a otro su suerte. ¿Todavía no lo sabes? Arroja el espacio que abarquen tus brazos hacia los espacios que respiramos; quizá los pájaros sientan el aire ensanchado con un vuelo más íntimo.
Sí, las primaveras de veras te necesitaban. Varias estrellas te pedían que las rastrearas. Se alzaba en el pasado una ola hacia ti, o cuando pasabas por una ventana abierta, se te entregaba un violín. Todo esto era una misión, ¿pero fuiste capaz de cumplirla? ¿No estabas siempre distraído por la esperanza, como si todo ello te anunciara a una amada? ¿Dónde intentas alojarla, si en ti los grandes pensamientos extraños entran y salen, y con frecuencia se quedan durante la noche?. Pero si sientes anhelos, canta pues a las amantes; no es, en absoluto, suficientemente inmortal su famoso sentimiento. Aquéllas que casi envidias, las abandonadas, las encuentras mucho más amantes que las saciadas. Empieza siempre de nuevo la alabanza siempre inalcanzable. Piensa: el héroe sigue en pie, aun el ocaso fue para él sólo un pretexto para ser: su último nacimiento. Pero a las amantes la exhausta naturaleza las recoge en su seno, como si no hubiera fuerzas para lograr esto dos veces. ¿Has pensado lo suficiente en Gaspara Stampa, y lo que puede sentir cualquier chica a quien el amado abandonó, frente a tan elevado ejemplo de mujer amante: ¿Llegaré a ser como ella? ¿Estos, los más antiguos dolores, no deberán, por fin, darnos fruto? ¿No es tiempo ya de que, al amar, nos liberemos del amado y, temblorosos, resistamos, como la flecha resiste al arco, para ser, unidos en el salto, algo más que la sola flecha? Porque el permanecer está en ninguna parte.
Voces, voces. Corazón mío, escucha, como sólo los santos escuchaban; la enorme llamada los alzaba del suelo; pero ellos seguían de rodillas, de modo imposible, sin darse cuenta: de tal manera escuchaban. No que pudieras soportar la voz de Dios, lejos de eso, pero escucha el soplo, las noticia incesante que se forma del silencio. Murmura hasta ti desde aquellos que han muerto jóvenes. ¿Acaso su destino no se dirigió siempre tranquilamente a ti, en Roma y Nápoles, cuando entrabas en alguna iglesia? O una inscripción sublime se grababa para ti, como hace poco la lápida de Santa María Formosa? ¿Qué quieren de mí? Debo apartar en silencio la apariencia de injusticia que a veces estorba un poco el puro movimiento de sus espíritus.
Realmente es extraño ya no habitar la tierra, ya no ejercitar las costumbres apenas aprendidas; a las rosas, y a otras cosas particularmente promisorias, ya no darles el significado del futuro humano; ya no ser aquél que uno fue en interminables manos angustiadas y hasta hacer a un lado el propio nombre, como un juguete roto. Extraño, ya no seguir deseando los deseos. Extraño, ver todo lo que tenía sus propias relaciones, aletear tan suelto en el espacio. Y estar muerto es doloroso, y lleno de recuperación, de modo que uno rastree lentamente un poco de eternidad. Pero todos los vivos cometen el mismo error de diferenciar demasiado tajantemente. Los ángeles (se dice) con frecuencia no sabrían si andan entre los vivos o entre los muertos. La corriente eterna arrastra siempre consigo todas las edades a través de las dos zonas y atruena sobre ambas.
Finalmente ya no nos necesitan, los que partieron temprano, uno se desteta dulcemente de lo terrestre, como uno se emancipa con ternura de los senos de la madre. Pero nosotros, que necesitamos tan grandes secretos, nosotros que tan frecuentemente obtenemos del duelo progresos dichosos, ¿podríamos existir sin ellos? ¿Es inútil el mito de que, en la antigüedad, durante las lamentaciones fúnebres por Linos, una atrevida música primitiva se abrió paso en la árida materia inerte; y entonces, por primera vez, en el espacio sobresaltado, en el que un muchacho casi divino de pronto se perdió para siempre, el vacío produjo esa vibración que ahora nos entusiasma y nos consuela y ayuda?
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Poeta
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Señor: es hora. Largo fue el verano. Pon tu sombra en los relojes solares, y suelta los vientos por las llanuras.
Haz que sazonen los últimos frutos; concédeles dos días más del sur, úrgeles a su madurez y mete en el vino espeso el postrer dulzor.
No hará casa el que ahora no la tiene, el que ahora está solo lo estará siempre, velará, leerá, escribirá largas cartas, y deambulará por las avenidas, inquieto como el rodar de las hojas.
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Poeta
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Haz que algo nos ocurra. Mira cómo hacia la vida temblamos. Y queremos alzarnos como un resplandor y una canción.
Querías ser como las otras, que en el frescor se visten, tímidas; tu alma quería que sus cantos cansados de muchacha, en seda florecieran hasta las lindes de la vida. Pero en lo hondo de lo enfermo tuyo, una fuerza osó echar pámpanos: brillaron soles, y se hundieron semillas, y lo volviste como el vino.
Y ahora estás tú, dulce y saciada como tarde, en nosotras todas; y sentimos cómo caemos y nos dejas sin brillo a todas...
Mira, son tan estrechos nuestros días, y temeroso el cuarto . de la noche; todas deseamos desmañadas, la rosa roja.
Debes sernos suave, María, florecemos desde lo sangre, tú sola puedes sabe cómo el anhelo hace tanto daño;
tú misma has percibido este dolor de doncella en el alma; tiene un tacto como de nieve navideña pero está ardiendo...
De tantas cosas, nos quedó el sentido: precisamente de lo suave y tierno hemos sacado un poco de saber; como de un secreto jardín, como de un almohadón de seda, que se nos ha metido bajo el sueño, o de algo, que nos quiere con ternura desconcertante...
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Poeta
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¡Oh, cómo florece mi cuerpo, desde cada vena, con más aroma, desde que te reconozco! Mira, ando más esbelto y más derecho, y tú tan sólo esperas... ¿pero quién eres tú?
Mira; yo siento cómo distancio, cómo pierdo lo antiguo, hoja tras hoja. Sólo tu sonrisa permanece como muchas estrellas sobre ti, y pronto también sobre mí.
A todo aquello que a través de mi infancia sin nombre aún refulge, como el agua, le voy a dar tu nombre en el altar que está encendido de tu pelo y rodeado, leve, con tus pechos.
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Poeta
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Si tu frescura a veces nos sorprende tanto dichosa rosa, es que en ti misma, por dentro, pétalo contra pétalo, descansas.
Conjunto bien despierto cuyo centro duerme, mientras se tocan, innumerables, las ternuras de ese corazón silencioso que suben hasta la extrema boca.
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Poeta
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