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I
He admirado el hormiguero cuando henchían su granero las innúmeras hormigas. He observado su tarea bajo el fuego que caldea la estación de las espigas.
Esquivando cien alturas y salvando cien honduras, las conduce hasta las eras un sendero largo y hondo que labraron desde el fondo de las lóbregas paneras.
Y en hileras numerosas paralelas, tortuosas, van y vienen las hormigas... La vereda es dura y larga, pesadísima la carga y axfisiantes las fatigas;
mas la activa muchedumbre sobre el hálito de lumbre que la tierra reverbera, senda arriba y senda abajo, se embriaga en el trabajo que le colma la panera.
Son comunes los quehaceres, son iguales los deberes, los derechos son iguales, armoniosa la energía, generosa la porfía, los amores fraternales.
Si rendida alguna obrera por avara no subiera con la carga la alta loma, la hermanita más cercana, con amor de buena hermana, la mitad del peso toma.
Nadie huelga ni vocea, nadie injuria ni guerrea, nadie manda ni obedece, nadie asalta el gran tesoro, nadie encienta el grano de oro que al tesoro pertenece...
He observado el hervidero del innúmero hormiguero en sus horas de fatigas... Si en los ocios invernales sus costumbres son iguales ¡son muy sabias las hormigas!
II
He observado la colmena al mediar una serena tarde plácida de mayo. La volante, la sonora muchedumbre zumbadora laboraba sin desmayo.
¡Qué magnífica opulencia la de aquella florescencia de los campos amarillos! Madreselvas y rosales, abavanzos y zarzales, mejoranas y tomillos...
Todo vivo, todo hermoso, todo ardiente y oloroso, todo abierto y fecundado: los perales del plantío, los cantuesos del baldío, las campánulas del prado...
Y en corolas hechiceras, y en pletóricas anteras, y en estilos diminutos, y en finísimos estambres van buscando los enjambres las esencias de los frutos.
Y los finos aguijones en robadas libaciones van llevando a los talleres lo mejor de la riqueza que vertió Naturaleza por los términos de Ceres.
Zumba el himno rumoroso del trabajo fructuoso con monótona dulzura: las obreras impacientes salen y entran diligentes por la estrecha puerta oscura.
Las que dentro descargaron las esencias que libaron, palpitantes aparecen, vuelo toman oscilante y en la atmósfera radiante volando desaparecen.
Las que tornan presurosas con sus cargas deliciosas de ambrosías y colores, no parecen volanderas juiciosísimas obreras, sino aladas lindas flores.
No se estorban ni detienen las que ricas de oro vienen, las que en busca van de oro... Unas liban y acarrean, otras labran y moldean, ¡todas hinchen el tesoro!
Y hacinados en los cienos, expulsados de los senos del alcázar del trabajo, los cadáveres viscosos de los zánganos ociosos se corrompen allá abajo...
III
Cosas buenas he aprendido contemplando embebecido resbalar por la hondanada la sonora algarabía de la alegre pastoría que despunta la otoñada.
¡Qué bien suenan sobre fondo de quietides dulce y hondo el latir de roncos perros, el vibrar de los silbidos, el clamor de los balidos y el rum rum de los cencerros!
Y cayendo sobre el coro como lágrimas de oro de la vida natural, ¡qué amorosas complacencias desparraman las cadencias de la gaita del zagal!
Blandamente resbalando las ovejas van pasando; paz y hierba van paciendo; los bocados que una deja son bocados de otra oveja que a la hermana va siguiendo.
Los corderos baladores van en grupos triscadores asaltando los repechos, coronando los cerrillos y brincando los helechos.
Y el que topa con la ubre o la lo lejos la descubre, bala y corre hacia la oveja, se arrodilla tembloroso, llena el cuajo, trisca airoso y espojándose se aleja.
En la honrada pastoría cada amante madre cría su corderuelo querido... ¡No hay cordero destetado porque lo haya abandonado la madre que lo ha parido!
Venerable pastor viejo con zamarra de pellejo de los muertos recentales siempre atento vigilando el rebaño va guiando por los buenos pastizales.
Como abuelo que a su niño lleva en brazos con cariño, rebosante de placer, el silvestre viejo austero lleva al trémulo cordero que ha acabado de nacer.
Los zagales silbadores, los ingenuos tañedores de la gaita cadenciosa, viendo van las avanzadas y alegrando con tonadas la piära rumorosa.
Y librándola de robos de raposas y de lobos, van retándolos a muerte dos mastines corpulentos con ojos sanguinolentos, paso grave y pecho fuerte.
El pastor es cuidadoso, el otoño es amoroso, son alegres los rapaces, las ovejas obedientes, los mastines muy valientes y los campos muy feraces...
Han gozado mis pupilas la visión de las tranquilas ovejitas resbalando... Paz y hierba van paciendo, dulce vida van viviendo, grata huella van dejando...
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Esta vida que vivimos los que reyes nos decimos de este mundo engañador, no es la vida sabia y sana... ¡Ay! La república humana me parece la peor!...
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Poeta
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I
Cuando pasa el Nazareno de la túnica morada, con la frente ensangrentada, la mirada del Dios bueno y la soga al cuello echada,
el pecado me tortura, las entrañas se me anegan en torrentes de amargura, y las lágrimas me ciegan, y me hiere la ternura...
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Yo he nacido en esos llanos de la estepa castellana, donde había unos cristianos que vivían como hermanos en república cristiana.
Me enseñaron a rezar, enseñáronme a sentir y me enseñaron a amar; y como amar es sufrir, también aprendía a llorar.
Cuando esta fecha caía sobre los pobres lugares, la vida se entristecía, cerrábanse los hogares y el pobre templo se abría.
Y detrás del Nazareno de la frente coronada, por aquel de espigas lleno campo dulce, campo ameno de la aldea sosegada,
los clamores escuchando de dolientes Misereres, iban los hombres rezando, sollozando las mujeres y los niños observando...
¡Oh, qué dulce, qué sereno caminaba el Nazareno por el campo solitario, de verdura menos lleno que de abrojos el Calvario!
¡Cuán süave, cuán paciente caminaba y cuán doliente con la cruz al hombro echada, el dolor sobre la frente y el amor en la mirada!
Y los hombres, abstraídos, en hileras extendidos, iban todos emcapados, con hachones encendidos y semblantes apagados.
Y enlutadas, apiñadas, doloridas, angustiadas, enjugando en las mantillas las pupilas empañadas y las húmedas mejillas,
viejecitas y doncellas, de la imagen por las huellas santo llanto iban vertiendo... ¡Como aquellas, como aquellas que a Jesús iban siguiendo!
Y los niños, admirados, silenciosos, apenados, presintiendo vagamente dramas hondos no alcanzados por el vuelo de la mente,
caminábamos sombríos junto al dulce Nazareno, maldiciendo a los Judíos, «que eran Judas y unos tíos que mataron al Dios bueno».
II
¡Cuántas veces he llorado recordando la grandeza de aquel echo inusitado que una sublime nobleza inspiróle a un pecho honrado!
La procesión se movía con honda calma doliente, ¡Qué triste el sol se ponía! ¡Cómo lloraba la gente! ¡Cómo Jesús se afligía...!
¡Qué voces tan plañideras el Miserere cantaban! ¡Qué luces, que no alumbraban, tras las verdes vidrïeras de los faroles brillaban!
Y aquél sayón inhumano que al dulce Jesús seguía con el látigo en la mano, ¡qué feroz cara tenía! ¡qué corazón tan villano!
¡La escena a un tigre ablandara! Iba a caer el Cordero, y aquel negro monstruo fiero iba a cruzarle la cara con un látigo de acero...
Mas un travieso aldeano, una precoz criatura de corazón noble y sano y alma tan grande y tan pura como el cielo castellano,
rapazuelo generoso que al mirarla, silencioso, sintió la trágica escena, que le dejó el alma llena de hondo rencor doloroso,
se sublimó de repente, se separó de la gente, cogió un guijarro redondo, miróle al sayón la frente con ojos de odio muy hondo,
paróse ante la escultura, apretó la dentadura, aseguróse en los pies, midió con tino la altura, tendió el brazo de través,
zumbó el proyectil terrible, sonó un golpe indefinible, y del infame sayón cayó botando la horrible cabezota de cartón.
Los fieles, alborotados por el terrible suceso, cercaron al niño airados, preguntándole admirados: -¿Por qué, por qué has hecho eso?...
Y él contestaba, agresivo, con voz de aquellas que llegan de un alma justa a lo vivo: -«¡Porque sí; porque le pegan sin hacer ningún motivo!»
III
Hoy, que con los hombres voy, viendo a Jesús padecer, interrogándome estoy: ¿Somos los hombres de hoy aquellos niños de ayer?
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Poeta
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I
No fue una reina de las Españas, fue la alegría de una majada. Trece años cumple para la Pascua la cabrerilla de Casablanca. Su pobre madre sola la manda todas las tardes a la majada. Lleva ropillas, lleva viandas y trae jugosa leche de cabras. Vuelve de noche, porque es muy larga, porque es muy dura la caminada para un asnillo que apenas anda, ¡Qué miedo lleva! Pero lo espanta con el sonido de sus tonadas. Canta con miedo, de miedo canta. ¡Son tan profundas las hondonadas y tan espesas todas las matas!... ¡Son tan horribles las noches malas, cuando errabundas aullando vagan lobas paridas por las cañadas con unos ojos como las brasas!... ¡Son tan medrosas las noches claras, cuando en los charcos cantan las ranas, cuando los buhos ocultos graznan, cuando hacen sombra todas las matas y se menean todas las ramas!... Los viejos hombres de la majada la quieren mucho porque es tan guapa, porque es tan buena, porque es tan sabia. Pero a un despierto zagal de cabras, que cumple trece para la Pascua, no sé con ella lo que le pasa, que algunas veces, al contemplarla, se pone trémula su barba pálida y entre sus párpados tiemblan dos lágrimas... Nadie ha sabido que la regala dijes y cruces de Alcaravaca de bien pulido cuerno de cabra. Cuando ella viene con la vianda ¡le da más gusto!... ¡Le da más ansia, le da más pena cuando se marcha!... ¡Como que toda la noche pasa llorando quedo sobre la manta sin que lo sepan en la majada!
II
¡Ay, pobre madre, cómo gritaba, despavorida, desmelenada! ¡Ay, los cabreros cómo lloraban, apostrofando, ciegos de rabia! ¡Cómo corrían y golpeaban con los cayados peñas y matas! ¡Y eran muy pocas todas las lágrimas que de los ojos se derrumbaran! ¡Y eran pequeñas todas las ansias y las torturas de las entrañas! ¿Quién nunca ha visto desdicha tanta? ¡La cabrerilla de Casablanca por fieros lobos ¡ay! devorada! Sangre en las peñas, sangre en las matas, ¡la virgencita, desbaratada! Todo en pedazos sobre la grava: los huesecitos que blanqueaban, la cabellera presa en las matas, rota en mechones y ensangrentada... Los zapatitos, las pobres sayas todas revueltas y desgarradas!... Loca la madre, que miedo daba de ver los rayos de sus miradas, de oir los timbres de sus palabras, y el cabrerillo de la majada mudo y atónito temiendo estaba con los ojazos llenos de lágrimas, despavorido como zorzala de un aguilucho presa en las garras. ¿Cómo los árboles no se desgajan? ¿Cómo las peñas no se quebrantan, y no se enturbian las fuentes claras y no ennegrecen las nubes blancas? Ya vienen hombres con unas andas, con unos paños, con una sábana; los despojitos en ella guardan y se los llevan a Casablanca. Y al cabrerillo nadie lo llama, pero él camina tras de las andas mirando a todos con la mirada de herido pájaro que en torno vaga de los verdugos que le arrebatan el dulce nido donde habitaba. ¡Ay, virgencita de Casablanca! ¡Ay, cabrerillo de la majada!
III
Su padre silba, su padre llama, porque el muchacho deja las cabras junto a las siembras abandonadas y en los jarales oculto pasa tardes enteras, largas mañanas... ¿Qué es lo que hace? ¿Por qué se guarda? Pues es que a solas las horas pasa, pule que pule, taja que taja, llora que llora, ciego de lágrimas... que dos veneras finas prepara de bien pulido cuerno de cabra, porque una noche quiere llevarlas al camposanto de Casablanca...
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Poeta
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¿Qué tendrá la hija del sepulturero, que con asco la miran los mozos, que las mozas la miran con miedo? Cuando llega el domingo a la plaza y está el bailoteo como el sol de alegre, vivo como el fuego, no parece sino qe una nube se atraviesa delante del cielo; no parece sino que se anuncia que se acerca, que pasa un entierro... Una ola de opacos rumores sustituye el febril charloteo, se cambian miradas que expresan recelos, el ritmo del baile se torna más lento y hasta los repiques alegres y secos de las castañuelas callan un momento... Un momento no más dura todo; mas ¿qué será aquello que hasta da falsas notas la gaita por hacer un gesto con sus gruesos labios el tamborilero? No hay memoria de amores manchados, porque nunca, a pesar de ser bellos, «buenos ojos tienes» le ha dicho un mancebo. Y ella sigue desdenes rumiando, y ella sigue rumiando desprecios, pero siempre acercándose a todos, siempre sonriendo, presentándose en fiestas y bailes y estrenando más ricos pañuelos... ¿Qué tendrá la hija del sepulturero?
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Me lo dijo un mozo: «¿Ve usted esos pañuelos? Pues se cuenta que son de otras mozas... ¡de otras mozas que están ya pudriendo!...» Y es verdad que parece que güelen, que güelen a muerto...
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Poeta
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He dormido esta noche en el monte con el niño que cuida mis vacas. En el valle tendió para ambos el rapaz su raquítica manta ¡y se quiso quitar-¡pobrecito!- su blusilla y hacerme almohada! Una noche solemne de junio, una noche de junio muy clara... Los valles dormían, los búhos cantaban, sonaba un cencerro, rumiaban las vacas... y una luna de luz amorosa, presidiendo la atmósfera diáfana, inundaba los cielos tranquilos de dulzuras sedantes y cálidas. ¡Qué noches, qué noches! ¡Qué horas, qué auras! ¡Para hacerse de acero los cuerpos! ¡Para hacerse de oro las almas! Pero el niño ¡qué solo vivía! ¡Me daba una lástima recordar que en los campos desiertos tan solo pasaba las noches de junio rutilantes, medrosas, calladas, y las húmedas noches de octubre, cualdo el aire menea las ramas, y las noches del turbio febrero, tan negras, tan bravas, con lobos y cárabos, con vientos y aguas!... ¡Recordar que dormido pudieran pisarlo las vacas, morderle en los labios horrendas tarántulas, matarlo los lobos, comerlo las águilas!... ¡Vaquerito mío! ¡Cuán amargo era el pan que te daba! Yo tenía un hijito pequeño -hijo de mi alma, que jamás te dejé si tu madre sobre ti no tendía sus alas!- y si un hombre duro le vendiera las cosas tan caras!... Pero ¿qué van a hablar mis amores, si el niñito que cuida mis vacas también tiene padres con tiernas entrañas? He pasado con él esta noche, y en las horas de más honda calma me habló la conciencia muy duras palabras... Y le dije que sí, que era horrible..., que llorándolo el alma ya estaba. El niño dormía cara al cielo con plácida calma; la luz de la luna puro beso de madre le daba, y el beso del padre se lo puso mi boca en su cara. Y le dije con voz de cariño cuando vi clarear la mañana: -¡Despierta, mi mozo, que ya viene el alba y hay que hacer una lumbre muy grande y un almuerzo muy rico... ¡Levanta! Tú te quedas luego guardando las vacas, y a la noche te vas y las dejas... ¡San Antonio bendito las guarda!... Y a tu madre a la noche le dices que vaya a mi casa, porque ya eres grande y te quiero aumentar la soldada...
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Poeta
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Amo, de aquella cuestión de ayer, pues ya me atreví, -¡Gracias a Dios, cobardón! ¿Y qué te dijo? que sí.
-¿Ves, Jenaro? Si te dejo no llegas nunca a animarte y te me mueres de viejo con las ganas de casarte.
Me gusta la valentía. Y la lengua, ¿se enredó? -Pues, mire usted, yo creía que iba a ser más; pero no.
Y eso que al dir a empezar, por mucho que porfié, pues no me pude acordar del emprencipio de usté.
-¡Por vida de!... ¿Y qué jinojos hiciste entonces, Jenaro? -Pues, nada, cerrar los ojos y dir p'adelante. -¡Pues claro!
Cuando se ignora, se inventa. -¡Pues ese fue el aquél mío! Me tuve que echar la cuenta que se echa el hombre perdío,
y como un eral cerril arremetí con alientos, porque ya, preso por mil... pues preso por mil quinientos.
No es más que mientras se empieza. Yo cuantis que me corté, pues na más de mi cabeza cuasi todo lo saqué.
-¡Bien hecho! ¿Y le gustaría bastante más que lo mío? -Yo le dije asín: «María: dirás que a qué habré venío».
-¿Y qué te dijo? Que hablara. Ella abajó la cabeza y se le puso la cara lo mesmo que una cereza.
A mí también se me ardía, la verdá se ha de decir; pero le dije: «María: ¿sabrás que tengo un sentir?»
-¡Bien dicho! ¿Y no te comieron porque hiciste esa pregunta? -No, pero se me pusieron todos los pelos de punta.
Yo cuasi que no veía, la verdá se ha de decir; pero le dije: «María: sabrás que tengo un sentir.»
Cuasi que me han obligao -le dije- a venir acá, que yo bien retuso he estao por mó de la cortedá;
pero el amo que sabía mi sentir, pues ayer tarde mesmamente, me decía: «Jenaro, ¡no seas cobarde!
La moza es poco fiestera y poco aparentadora, y no es moza ventanera y es árdiga y vividora.
Y luego, es bien parecía, y es callaíta y prudente, y es honesta y recogía y viene de buena gente...
Anda con ella, comienza mañana a la noche a dir, que a cuenta de la vergüenza te la dejas escurrir...»
Pues sobre aquello volviendo del sentir que te decía, sabrás que te estoy quisiendo ya hace tres años, María.
Siempre he andao negativo dejándolo pa dispués, y na más es a motivo de lo corto que uno es.
Y asín me estaba, me estaba, aguantándome el sentir, a ver si se me pasaba, la verdá se ha de decir.
Y hate cuenta que cada año pues más me reconcomía, hasta que ya dije hogaño: ¡Habrá que estar con María!
Porque en habiendo un querer, la verdá se ha de decir, ni cuasi puedes comer ni cuasi puedes dormir.
Y no es el decir que uno esté encitando el pensar, porque yo creo que nenguno quedrá siempre asín estar.
Es na más que te aficionas y que pierdes la chaveta en cuantis que una persona por los ojos se te meta.
Y que ya nadie te apea ni te hace volver atrás y llevas aquella idea por andiquiera que vas.
Pues un querer derechero como el corazón te ablande, es igual que un abujero: cuanti más le hurgas, más grande.
-¡Caramba! ¡Muy bien, Jenaro! Y ella entonces te diría... -A lo primero, pues claro, dijo que ya se vería.
Pero dispués, ya ve usté, la gente se va atreviendo. Yo le dije: «Volveré» Y ella me dijo: «Vay viniendo».
-Vamos, sí, que habrá casorio. -De eso entá no hemos tratao. Sólo el parlárselo..., ¡corio!, ¡más vergüenza me ha costao...!
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Poeta
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I
Yo aprendí en el hogar en qué se funda la dicha más perfecta, y para hacerla mía quise yo ser como mi padre era y busqué una mujer como mi madre entre las hijas de mi hidalga tierra. Y fui como mi padre, y fue mi esposa viviente imagen de la madre muerta. ¡Un milagro de Dios, que ver me hizo otra mujer como la santa aquella! Compartían mis únicos amores la amante compañera, la patria idolatrada, la casa solariega, con la heredada historia, con la heredada hacienda. ¡Qué buena era la esposa y qué feraz mi tierra! ¡Qué alegre era mi casa y qué sana mi hacienda, y con qué solidez estaba unida la tradición de la honradez a ellas! Una sencilla labradora, humilde, hija de oscura castellana aldea; una mujer trabajadora, honrada, cristiana, amable, carñosa y seria, trocó mi casa en adorable idilio que no pudo soñar ningún poeta. ¡Oh, cómo se suaviza el penoso tragín de las faenas cuando hay amor en casa y con él mucho pan se amasa en ella para los pobres que a su sombra vivien, para los pobres que por ella bregan! ¡Y cuánto lo agradecen, sin decirlo, y cuánto por la casa se interesan, y cómo ellos la cuidan, y cómo Dios la aumenta! Todo lo pudo la mujer cristiana, logrólo todo la mujer discreta. La vida en la alquería giraba en torno de ella pacífica y amable, monótona y serena... ¡Y cómo la alegría y el trabajo donde está la virtud se compenetran! Lavando en el regato cristalino cantaban las mozuelas, y cantaba en los valles el vaquero, y cantaban los mozos en las tierras, y el aguador camino de la fuente, y el cabrerillo en la pelada cuesta... ¡Y yo también cantaba, que ella y el campo hiciéronme poeta! Cantaba el equilibrio de aquel alma serena como los anchos cielos, como los campos de mi amada tierra; y cantaba también aquellos campos, los de las pardas, onduladas cuestas, los de los mares de enceradas mieses, los de las mudas perspectivas serias, los de las castas soledades hondas, los de las grises lontananzas muertas... El alma se empapaba en la solemne clásica grandeza que llenaba los ámbitos abiertos del cielo y de la tierra. ¡Qué placido el ambiente, qué tranquilo el paisaje, qué serena la atmósfera azulada se extendía por sobre el haz de la llanura inmensa! La brisa de la tarde meneaba, amorosa, la alameda, los zarzales floridos del cercado, los guindos de la vega, las mieses de la hoja, la copa verde de la encina vieja... ¡Monorrítmica música del llano, qué grato tu sonar, qué dulce era! La gaita del pastor en la colina lloraba las tonadas de la tierra, cargadas de dulzuras, cargadas de monótonas tristezas, y dentro del sentido caían las cadencias como doradas gotas de dulce miel que del panal fluyeran. La vida era solemne; puro y sereno el pensamiento era; sosegado el sentir, como las brisas; mudo y fuerte el amor, mansas las penas, austeros los placeres, raigadas las creencias, sabroso el pan, reparador el sueño, fácil el bien y pura la conciencia. ¡Qué deseos el alma tenía de ser buena y cómo se llenaba de ternura cuando Dios le decía que lo era!
II
Pero bien se conoce que ya no vive ella; el corazón, la vida de la casa que alegraba el tragín de las tareas, la mano bienhechora que con las sales de enseñanzas buenas amasó tanto pan para los pobres que regaban, sudando, nuestra hacienda. ¡La vida en la alquería se tiñó para siempre de tristeza! Ya no alegran los mozos la besana con las dulces tonadas de la tierra, que al paso perezoso de las yuntas ajustaban sus lánguidas cadencias. Mudos de casa salen, mudos pasan el día en sus faenas, tristes y mudos vuelven y sin decirse una palabra cenan; que está el aire de casa cargado de tristeza, y palabras y ruidos importunan la rumia sosegada de las penas. Y rezamos reunidos el rosario sin decirnos por quién..., pero es por ella, que aunque ya no su voz a orar nos llama, su recuerdo querido nos congrega, y nos pone el rosario entre los dedos y las santas plegarias en la lengua. ¡Qué días y qué noches! ¡Con cuánta lentitud las horas ruedan por encima del alma que está sola llorando en las tinieblas! Las sales de mis lágrimas amargan el pan que me alimenta; me cansa el movimiento, me pesan las faenas, la casa me entristece y he perdido el cariño de la hacienda. ¡Qué me importan los bienes si he perdido mi dulce compañera! ¡Qué compasión me tiene mis criados que ayer me vieron con el alma llena de alegrías sin fin que rebosaban y suyas también eran! Hasta el hosco pastor de mis ganados, que ha medido la hondura de mi pena, si llego a su majada baja los ojos y ni hablar quisiera; y dice al despedirme: «Ánimo, amo; "haiga" mucho valor y "haiga pacencia"...» Y le tiembla la voz cuando lo dice y se enjuga una lágrima sincera, que en la manga de la áspera zamarra temblando se le queda... ¡Me ahogan estas cosas, me matan de dolor estas escenas! ¡Que me anime, pretende, y él no sabe que de su choza en la techumbre negra le he visto yo escondida la dulce gaita aquélla que cargaba el sentido de dulzura y llenaba los aires de cadencias!... ¿Por qué ya no la toca? ¿Por qué los campos su tañer no alegra? Y el atrevido vaquerillo sano, que amaba a una mozuela de aquellas que trajinan en la casa, ¿por qué no ha vuelto a verla? ¿Por qué no canta en los tranquilos valles? ¿Por qué no silba con la misma fuerza? ¿Por qué no quiere restallar la honda? ¿Por qué esta muda la habladorara legua que al amo le contaba sus sentires cuando el amo le daba su licencia? «¡El ama era una santa!»..., me dicen todos cuando me hablan de ella. «¡Santa, santa!», me ha dicho el viejo señor cura de la aldea, aquel que le pedía las limosnas secretas que de tantos hogares ahuyentaban las hambres y los fríos y las penas. ¡Por eso los mendigos que llegan a mi puerta llorando se descubren y un padrenuestro por el «ama» rezan! El velo del dolor me ha oscurecido la luz de la belleza. Ya no saben hundirse mis pulilas en la visión serena de los espacios hondos, puros y azules, de extensión inmensa. Ya no sé traducir la poesía, ni del alma en la médula me entra la inmensa melodía del silencio que en la llanura quieta parece que descansa, parece que se acuesta. Será puro el ambiente, como antes, y la atmósfera azul será serena, y la brisa amorosa moverá con sus alas la alameda, los zarzales floridos, los guindos de la vega, las mieses de la hoja, la copa verde de la encina vieja... Y mugirán los tristes becerrillos, lamentando el destete, en la pradera, y la de alegres recentales dulces tropa gentil escalará la cuesta balando plañideros al pie de las dulcísimas ovejas; y cantará en el monte la abubilla, y en los aires la alondra mañanera seguirá derritiédose en gorjeos, musical filigrana de su lengua... Y la vida solemne de los mundos seguirá su carrera monótona, inmutable, magnífica, serena... Mas ¿qué me importa todo, si el vivir de los mundos no me alegra, ni el ambiente me baña en bienestares, ni las brisas a música me suenan, ni el cantar de los pájaros del monte estimula mi lengua, ni me mueve a ambición la perspectiva de la abundante próxima cosecha, ni el vigor de mis bueyes me envanece, ni el paso del caballo me recrea, ni me embriaga el olor de las majadas, ni con vértigos dulces me deleitan el perfume del heno que madura y el perfume del trigo que se encera? Resbala sobre mí sin agitarme la dulce poesía en que se impregnan la llanura sin fin, toda quietudes, y el magnífico cielo, todo estrellas, y ya mover no pueden mi alma de poeta, ni las de mayo auroras nacarinas con húmedos vapores en las vegas, con cánticos de alondra y con efluvios de rociadas frescas, ni éstos de otoño atardeceres dulces de manso resbalar, pura tristeza de la luz que se muere y el paisaje borroso que se queja... ni las noches románticas de julio, magníficas, espléndidas, cargadas de silencios rumorosos y de sanos perfumes de las eras; noches para el amor, para la rumia de las grandes ideas, que a la cumbre al llegar de las alturas se hermanan y se besan... ¡Cómo tendré yo el alma, que resbala sobre ella la dulce poesía de mis campos como el agua resbala por la piedra! Vuestra paz era imagen de mi vida, ¡oh campos de mi tierra! Pero la vida se me puso triste y su imagen de ahora ya no es esa: en mi casa, es el frío de mi alcoba, es el llanto vertido en sus tinieblas; en el campo, es el árido camino del barbecho sin fin que amarillea. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Pero yo ya sé hablar como mi madre y digo como ella cuando la vida se le puso triste: «¡Dios lo ha querido así! ¡Bendito sea!»
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Poeta
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