Cuentos :  Ludibrio Impoluto... (Anticuento)
LUDIBRIO IMPOLUTO

En esos recuerdos verdes caballos amarillos, asoman el hocico desde el bolsillo del saco que arrastra su pelaje obscuro. Y me dices
que los gritos, arrastran las arenas saltando
por encima. Si, creo que hay algo de insistencia,
tanteando las sorpresas lentamente, en el sonido
seco de la madera golpeada, por la mano que nos
separa del hastío entre la vertical tormenta.

¡Bueno, en fin, ya hemos llegado aquí!. Lo que
fue solo deseo y pensamiento en un principio.
De cualquier forma, quiero contarlo, evadiendo
las sombras del olvido que tejen las corbatas,
y los sillones sin tantas explicaciones. Total...
Total...
Ya estando arriba, el trepidante silencio
es el mayor aliado, cómplice conversando lábil,
animado, como estremeciendo de la carne ardores,
por esa inmovilidad increíble, que afecta todas,
las cosas que han perdido su valor. Parecida
a una minúscula campana, gentil copa y sortilegio.

Mira, sucedió así. Caminábamos, pero nos detuvimos
y de pronto, la noche selecciona descolgarse de esa luna. Tu sabes que al salir la calle nos rodeaba en aquel momento sin importancia. El tiempo colocaba una placa en cada túnel dentro de una flor, enardecida por la impureza de la realidad en el discurso sin lengua, convite convexo,
rebosante y tartufo, del abigarramiento a la turbulencia, disimilitud holgada entre el cuello blanco al compulsar sus verdades, inconexas, asimétricas, en el vapuleo desacorde.

¿Sabes?... No fue precisamente a orillas de la playa, sino que estábamos situados más al fondo de las húmedas paredes, escribía, indudablemente influido por todos los inquietos lápices que se quejaban con amargura de las plumas digitales,
con la fina capa de su extrema fugacidad.

Estábamos a solas con el silencio, nunca podré olvidarlo, me decían los pies bajo la tierra, las sandalias entre las nubes, el derrumbe formidable de los valles, y los restos taciturnos, que pueden jurar al cielo absolutamente avecindado, en la máxima injusticia jamás vista, con la diligencia del olvido.
Debía ser algo parecido a la muerte. Pienso. Yo sentí su vacío, me lo dijo un cuaderno, antes de darse cuenta de su posición horizontal, y que sólo podía oírse en la atmósfera de un plato, de libros con la voz postrada en la imaginación del tren. Y...
sacudiéndose las vías por las espaldas.

Entonces la escala de tiempo a que se sujetaba la vida, casi no hacía más que sonreír después de haberla visto vagar por diferentes lugares sin preocuparse por nadie en sí, en su plan infalible al desandar el camino de la eternidad.
Heterogéneo, disgregado, abatido entre galerna, imperturbable, titubeo transfigurando la ordinariez, de aquéllo quejumbroso, y
lastimero de su intrínseco escolio, con el apañico desbarro.

Era el camino de la eternidad prolongada en aquel aislamiento, sin advertir la presencia del hombre cerrando las últimas brechas, de la soledad circunspecta, un espolear borrascoso de la exasperante desvergüenza, con la impavidez abrutada, algarada y bureo.
Por fuera, el viento calienta las nubes que sudan en la única cosa que puede representar el techo. Inundado con preguntas, y el olor bajo el piso... De la caterva al patíbulo, en la estrechez y el holgorio, proceroso amasijo, antípoda inexcusable por el ensalzar desdeñoso.
¿Porqué conservas la esperanza?, Hay algún premio por ello, en el más allá, me decías. El peso de la vida no se siente.
¿Cómo puedes pensar qué me parece bien todo el mal?. Te dije que no es mejor callar, eligiendo equivocadamente los frascos del elixir que daría la inmortalidad por las monedas aseguradas.
Porque pienso a veces, que hoy es lo que ayer fuera, y lo que será mañana lo mismo al descorrer el velo del pasado, talud y garrampa, rapiñar artero recio, inextricable agostado. ¡Vaya pues!.

¿Quién hará por ti, lo qué a ti te corresponde?. Y si no es ahora...
¿Cuándo?. Acaso cuando las golondrinas errantes llamen a los cristales del mal, que pone al sol espuelas penetrantes, a modo de
lámpara votiva, y que al mirarla partir, calla y espera. Tu decías que no te gustaba, como aquella tarde que apagaste de reojo en la piel de un flamazo, paseándose bajo la luz del abanico. Y como la pobre flor de ensueño, hecha de gloria falsa, indigesta deslustrada, al inficionar alevoso, se tiñe de anáfora por el rosicler macerado.
Verde también, como los cabellos amarillos, dejaron en la memoria su pelaje obscuro.


Autor: Joel Fortunato Reyes Pérez
Poeta

Cuentos :  L.U.N.Á.T.I.C.O... (Anticuento)
L.U.N.Á.T.I.C.O.

Su aliento quedó clavado en el tronco de la luna.Todo había sucedido como nunca, pero su sombra,sabía del último grito del rayo. Lentamente se subió al agujero desde la cumbre dónde había estado descansando, y corrió unos centímetros, luego se vio en el espejo... En la orilla de una sonrisa de avestruz. Invisible el reflejo tembló, luego se levantó por el marco equivocado de los látigos serenos encerrados en el pecho, como movidos por el humo, en el ciervo del cristal de la ventana, pero regresó a la última posición, entonces se arrodilló ante la fuente lejana.

De pronto escuchó un lento silencio verdoso entre la madera con la muchedumbre del aguardiente y las
playas en una burbuja, con el frenesí de las cucharas. Transpiraba un olor cerrado por la noche que no es llanto, en un pacífico torbellino de manos impías... A lo lejos, durante media hora vino a reclamar la ceniza que no era de ella, porqué había suspendido el fuego por un siglo pegado a la idea de que nada le dolía. ¡Es preciso cruzar la piel del viento con espinas grises y el rumor de las ardillas dialogando con mariposas!.

Era el momento de varias horas entre la niebla de largas filas cuando los grillos cazaban elefantes al prestar atención a leves ruidos de pimienta dormida entre caimanes gimiendo como los cantos grises que hubieran disparado gratas luces.
Pero era inútil gritar, nadie vendría. Ni siquiera los pulpos con la cera de faisanes y de cuervos. Ni mucho menos se entretendrían en entender la sombra enorme sin esfuerzo. El mundo había hundido sus raíces entre la goma y los marineros cultivaban alfileres con las lupas de las tardes degolladas.

En la ventana estaban las gladiolas. Extraño a las hormigas que silban mansas como cobras con el tallo reclinado ingenuamente pasando por las manos, al tomarlas delicadamente de una vieja nube seca.
Indiferente el desierto tejía arena con arena inventando soles fríos en la epidermis del verano y la risa de gorilas angustiados por la tarde.
Aquella primera vez la noche calentaba cada estrella con el agua bajo el lago en la desnuda soledad del banquete de una araña desmedida
entando entre la corriente, contemplando innumerables veces los vacíos que fumaban el espacio de un tierno hueco, persiguiendo el intenso olor de los metales con el desmesurado baño de las rodillas saliendo a decorar los manuscritos en el hielo guitarrero de unos cuantos escondrijos.

Al día siguiente, despertó con los ojos alquilados de una ebria ventana por la esperanza de una puerta alucinada en la cadena de candados
inocentes por la brevedad recortada de una falsa eternidad. ¡En la luna, se dijo en voz baja!. Sorprendido por el impacto en las hendiduras del
trabajo, con la dulce angustia del saberse abandonado, en la difusa certeza
que tocaba los recuerdos con la cama...
Decidió no moverse. Aunque empezó por descolgar el cielo atrapado en la manzana de una parra con el sumo placer de la vergüenza decidido por
la fuerza, libremente, porqué ya había comenzado la lluvia en los intrincados pasillos de la primavera, desesperada por el mar bravío, en la perspectiva
del claroscuro de los trigos calcinados por el misterio desbocado.

Sólo, como pocos, por la multitud acompañado, experimentó el sabor desconocido
del semblante cariñoso, y serio del olvido, por los sórdidos murmullos que viven en la mente del crepúsculo silente, que no supo de maldad ni de ambición como una amapola extraída del peldaño de una música de plata en la nevera.
Dejó un regio tesoro de muestra, y la puerta custodiada de acertijos que bebían
los mares de algodones puntiagudos de la dura hierba hecha de la sombra blanda donde la urbe enmudece por el turbio oleaje de la ígnea metralla que aspira la silla en la máxima razón del absoluto ignorante que ama el peligro de saber que ama
algo en la noche, algo en el cielo, algo en el todo que desconoce.


Autor: Joel Fortunato Reyes Pérez
Poeta