Textos :  La muerte del reloj
La muerte del reloj

Luego de la aparición del hombre sobre la faz de la tierra, este se dió a la tarea de definir e interpretar su paso y existencia por el planeta, por consiguiente tuvo la imperiosa necesidad de inventar el concepto ''tiempo''. En los principios de la humanidad, el tiempo tal cual le conocemos no tenía valor alguno. Lo que llamamos tiempo se medía en ciclos o ritmos relacionados con los procesos de siembra y cosecha, por los solsticios y movimientos del sol.

Para otros el tiempo era el aparente movimiento desde una línea recta sin desviarnos en otros pensamientos y consideraciones. Con el advenimiento de la Cristiandad el tiempo toma forma geométrica con el nacimiento del hombre; trazando una línea recta que pasa por la muerte y trata de alcanzar una eternidad de estrellado paisaje cósmico e inmóvil, bastante distante y en ocasiones entendido como morada inalcanzable de Dios.


Independientemente de las definiciones filosóficas, el hombre se ha valido de algunos recursos y artificios tanto naturales como de su creación para definir y delinear su estancia en este plano de existencia. He aquí que surge el reloj, esa ingeniosa maravilla mecánica con sus piñones, engranajes, péndulos, campanas y resortes que nos permite medir nuestro paso por esta fisicalidad de tipo lineal.


En el purgatorio verde del cañaveral, el tiempo transcurría con inusitada elasticidad, el mismo se traducía en esfuerzo, cúmulo de ácido láctico en nervios, tendones y músculos, esclavitud y sufrimiento. El negro Albornoz regresaba día tras día derrotado a su jacal, vestido de sudor, con el dolor del surco de la tierra en el alma; contemplando la repetida escena; los niños famélicos con el vientre abultado por los parásitos, la mujer ajada y desgastada por los innumerables embarazos. Una atmósfera siempre mordida por el hambre y la necesidad. Tomarse el café puya, tan amargo como su existencia, acompañando el mismo con un pedazo de bacalao cocido sobre brazas. Luego se arropaba con la sábana de la deseperanza y despertaba en medio del sopor de aquella vida carente de lo indispensable.


Alejo Calcaterra era el señor y amo omnipotente de la Hacienda Eastern Sugar. Un gallego de aquellos que a finales del siglo XIX vinieron al área del caribe a luchar en la guerra de independencia de Cuba contra los mambises. Como la mayoría de los oligarcas y terratenientes dedicados al cultivo de la caña, su fortuna estaba cimentada por la explotación inmisericorde de su peonada. En el universo de amargo azúcar de la Eastern Sugar de Calcaterra el tiempo linear transcurria escondido tras el velo de la asfixiante jornada de sol a sol, sin horas exactas de salida, el peón lo mismo trabajaba 10 que 14 horas.

 
Las líneas de tiempo de los universos de Calcaterra y el Negro Albornoz comenzaron su inevitable travesía de alejamiento.

 
El reloj para la recién construida torre del ayuntamiento del poblado de Daguao llegó por el puerto de Playa Húcares. El novedoso artefacto construido por la compañía Bernhard Zachariä con sede en Heiterblickstr, 42 Alemania; constaba de cuatro cuadrantes de bronce pintados de basalto blanco para evitar la corrosión y relucientes números romanos. A esta enorme y pesada máquina se le conectó una campana grande y sonora la que iba indicando con un toque peculiar las horas, medias horas y cuartos de hora cuando se iban cumpliendo. El sonido de la misma podía escucharse claramente en las 51.7 millas cuadradas del poblado de Daguao.


Todos en el poblado estaban maravillados con la increíble pieza tecnológica. La vida en el poblado comenzó a tomar estructura dentro del nuevo esquema de tiempo lineal del reloj en el ayuntamiento. Con seis campanadas la vida laboral abría sus ojos a los habitantes, con ocho los niños incursaban en la única escuela, doce campanadas para el frugal almuerzo y las más esperadas; las cinco campanadas en la tarde que anunciaban el descanso de la extenuante jornada en el cañaveral. Toda la vida de los pobladores del Daguao se agolpaba en torno a las campanadas.


La ira se apoderó del hacendado por la incursión del reloj en su vida, la ''indiada'' como el solía llamarle, se resistía a trabajar luego de las cinco campanadas en la tarde. Desafiaban su autoridad abiertamente. Aunque tenía una fortuna considerable su viceral enojo tenía más que ver con ese odio ancestral que albergaba en sus genes blancos hacia los negros, los indios y los jíbaros en general, que con el dinero que dejaría de ganar. La primera noche, al amparo de una existencia en fractales de tiempo divididos por aquel martilleante sonido, atrayeron hasta su ser energías densas y negras del bajo astral.


__¡ Al carajo con el alcalde y su mierda de reloj, al carajo con la indiada que se niega a obedecer mis horarios por las malditas campanadas!, exclamaba el hacendado.


__¡Mataré a este infeliz intruso muerto de hambre!


Se armó con una Mauser C-96 de fabricación española, semiautomática, con cañón de 99milímetros que guardaba en un baúl desde sus días de soldado en la guerra en Cuba.

Hincó las espuelas de plata con su ya habitual crueldad en la montura. Entró en el recien inaugurado edificio sin desmontarse derribando, escritorios, sillas, archivos y sembrando el pavor entre los funcionarios y público en general. Apretó con fuerza el mango en forma de cabo de escoba de la Mauser y haló el gatillo hasta que las diez balas del cartucho 7.63 abandonaron su morada. Vociferaba por la presencia del alcalde entre la nube acre de pólvora de la Mauser.

__¡ Que salga de la cloaca en la que debe estar escondido el alcalde y si tiene las pelotas del mismo diámetro que las mías, que me explique el por qué de la mierda de reloj esta!

La muerte, de labios pintados de un alucinante morado se paseaba coqueta por el edificio. Había un contrato con la fisicalidad que estaba a punto de expirar y ella en persona debia cobrar el último pago.


Calcaterra abandonó el ayuntamiento, no sin antes cargar nuevamente la Mauser y descargar otra fatídica ráfaga de fuego y plomo en esta ocasión sobre el reloj en la torre. Pedazos de concreto, piedra y madera se desprendían del nicho en el cual estaba enclavado el reloj. Las fuerzas gravitacionales completaron la escena. Uno de los cuadrantes ante la invitación a libertad que le ofrecían las balas, comenzó a viajar 360 pulgadas por segundo hasta el caballo y su montura depositando sus dos quintales y medio de maquinaria sobre la cabeza de Calcaterra.


El reloj biológico de Calcaterra se detuvo, el del ayuntamiento seguía latiendo, aún le quedaban tres vidas incrustadas en el armazón de la torre. Era irónico, pasó a un lugar donde la muerte de un reloj pasaría desapercibida, un lugar donde no existen campanadas que marquen travesias, movimiento, vejez, Negros Albornoz o alcaldes. Comenzó a vivir en un lugar donde presente, pasado y futuro son una misma cosa, un lugar donde la única campanada que puede escucharse es la de la voz de la conciencia, la reverberante voz... de nuestra consciencia
Poeta

3 puntos
1 0 0