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Sopla, viento, sopla y arrasa, que también de ti saco conciencia. En tu furia mido mis fuerzas. Dóblame si puedes, y túmbame, mi sostén es de acero. Yo estoy sobre la línea de las cosas que no murieron nunca. Mi raíz emerge desde el primer asomo del comienzo, y brota y ensancha, y fructifica, y siembra, hasta el negado fin del infinito. Brioso y perverso y desafiante y ciego, no borrarás la luz de mi paisaje, ni el aroma del tiempo que me quiere. El canto de los pájaros ha de prender corolas de colores, siempre, y un recuerdo de nido entibiará mis ramas. La luna te cortará las carnes para verme. Estoy sobre el regazo de la tierra, bajo la cóncava mirada azul, con mi sabida sangre, a un murmullo del agua. Suéltate, desorbitado, atronador, deshecho, por la ladera fácil, a querer romperme los oídos; yo escucho con el corazón. Búscame, azota mi pensativa hora de preguntas, castígame el silencio, enfríame las manos, succióname la savia. Fatigarás tu furia hasta que caigas. Todos nosotros te derrotaremos; la gota de agua, el anuncio del pájaro sobre la primavera, la sonrisa del niño, y la sencilla calma de existencia. Raíz de tempestad, barre las caídas hojas, y la inclinada brotación de miedo. Tu voluntad altiva de torcerme no quebrará mi línea, respiro con las cosas que no murieron nunca. Soy de mí misma, indestructible, mía, en vertical esencia, y permanezco.
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Poeta
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Eres yo misma, yo soy tu nervio y tu dolor sintiéndote; te pronuncio con mi aliento, me nombras con tu sangre. «Mon amour», tus manos, déjame estar así, no estar, perderme, sumergir, sucumbir, no ser, soltarme, una incoherente voluntad me arrastra húmedo sitio de memoria, fijos ojos de un gato negro, de improviso fosforescentes como dos secretos desnudados, me miro, sótano antiguo de tortura y hondo, loca de hoguera y alarido huyo, quiebro mi imagen, quiebro mi pupila, rompo mi espejo, mi presencia, salto, salvo todos los cercos, cruzo el viento corto todos los campos, los veranos, bebo todos los frutos, me consumo, y me derramo a perdurar veinte años. Fue una leyenda que guardé, veinte años, en cada tramo de latido en cada pedacito de piel y de cabello. Irremediables de memoria juntos, deja que salga a gritos de esta noche, irresistible de ansiedad, me llevan soy de aquello que calzo, que me viste, cien potros vienen por su cuero, huyo, interminable corredor, paredes exhalándose en puertas imposibles y posibles herméticas, abiertas, una pared me arroja hacia la otra, inacabables de impiedad me arrojan, y recogen y juegan al sollozo conmigo, y a la risa. Recortados del conjunto, solos bajo la lupa, expuestos, quiero olvidar que existo, que no podré dejar de padecerme, y me renuevo y me desgasto y sigo. Alguien recoge mi silencio y grita, quién, desde cuándo, dónde, me acurruco; ensayamos morir y no morimos, nunca aprendimos a nacer y estamos sin embargo naciendo irremediables. Esta exótica forma de tu mundo esta palabra occidental que sabes aprendida de mi piel tu cielo, estas estrellas con que vas hablándome. Almendrados ojos tristes, me intuyes, hombros míos altivos, te recuerdo. Alguien tuerce mi mano hasta arrancarme de mi grito. Y huyo, y me persigo y huyo calle arriba y abajo, y mi latido sobre la piedra noche vacía, corro sobre la llama, corro, la detonada soledad, vacío, mundo vacío, corro y esta estridente oscuridad, te he visto en todos los descansos para piedad, te he visto. Quiero llorarte «mon amour», protégeme, desciende tu mansedumbre sobre este vivo torbellino mío, trázame como una figura en tu cuartilla, bórrame... toco tu piel, muerdo tu piel, quiebro mis dientes en tu piel, la escucho. Dónde comienza una esperanza, cuándo fue la primera vez que sollozamos. Duelo por alguien a quien no conozco, alguien duele por mí, sin conocerme. Manos tuyas creándome y matándome; «mon amour», tus manos, cómo he llorado, y cómo estoy llorando.
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Poeta
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Cómo quisiera despertar cantando. Pero amanezco, en cambio, dolorida de no haberme quedado en ese espacio, en ese tiempo de morir prestada. Una isla no inscrita en ningún mapa, una célula enferma de ignorancia, un asfixiado mundo en miniatura, una avanzada humanidad triunfante, en clarines y hogueras homicidas. Tabla sola, sin náufrago siquiera, y luchando, relincho hacia la costa, y animada no más por el recuerdo de un aliento mordido a sus astillas. Cómo quisiera despertar cantando, y me muero de sed y hambre de canto mientras desborda la preñada aurora en promisorio bermellón de vinos, y expandida, hoguera en panes, horneándose a lo alto. Yo estoy abajo, debajo de la historia, sepultada en antorchas apagadas y estandartes marchitos. Sumergida en humores subterráneos y en cenizas de huesos de bandido, soy el ser que no fue, lo que no pudo, la olvidada, desdeñada semilla, pero existo. Dentro, tengo un sauce inclinado que me llora. Un niño triste me llama, sin nombrarme. Me doy cuenta, me doy cuenta, yo existo. Mañana espero despertar, cantando.
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Poeta
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Lluvia, hoy no te siento. Hoy no eres nada mas que agua vertical. Apenas si te escucho golpear el pavimento y llamar con tu clave sobre mi ventanal
Lluvia, hoy no eres nada para mi desaliento nocturno y abismal.
Cuando era niña hallaba en tu canción un cuento, y ya en mi adolescencia me diste un madrigal. Ahora, lluvia, tengo tanta tristeza adentro, que no me dices nada, sólo te oigo golpear.
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Poeta
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Y la lluvia sonríe, canta dentro del cristal que me habita y repercute sobre un suelo ya antiguo en otras lluvias, y otras tardes miradas desde lejos. Mi ventana de ver el mundo, abierta, y mi puerta a algún náufrago, descubro que no hay puertas, que nunca hubo ninguna para abrir, ni cerrar; que estuve afuera. Y esta lluvia... La tarde me habla quedo como un hombre, cansado ya de días, que repite y repite la aventura no vivida, y es su única aventura. Que no sea la noche aún, imploro; que esta penumbra se prolongue y siga. Que no llegue la sombra, que no arribe la hora parda, y el agua me columpia; recién nazco, es temprano, necesito de la gracia de un pétalo de tiempo, del milagro de dar mi voz exacta. Un rocío ya apenas, esta lluvia se ha quedado fulgiendo en las corolas amarillas y rojas de mi patio. En cada gota –yo te absuelvo– escucho, de la espina y la herida que causaste. Esta lluvia, el perdón, y mis rosales. Emplumada de gris, vuela la tarde.
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Poeta
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Y mi duda, Descartes, tu «pienso, luego existo» no alcanza ni conforma. Insaciable y hambrienta, mi duda es una loba que corre tras la carne por la escarcha desierta. A qué distancia vivo de mi ser verdadero, no aquél que deja huella de pasos en el suelo, no aquél que pone sombra fugaz sobre la tierra. Qué hay de mío en mi angustia, cuánto hay de mí en mi pena, o es que esto que me agobia me viene desde lejos en secular herencia. Quien diseñó mi cuna, quién proyectó mi horca. Y desde la penumbra al umbral de la gota primera de mis venas, un dios que se me mofa. Y no es el Dios solemne que se signa en mayúscula, altiva inconsistencia por sobre nuestras culpas Hablo de un Dios humilde, hecho a mi imagen propia. Un Dios sin petulancia que peca y se equivoca, que lo llevo aquí dentro, sostén de mi maqueta carnal de imperfección. Que tan pronto me anima, me apacigua y me alienta, así como me humilla, me apostrofa y blasfema. Y mi pregunta eterna, y eterna sin respuesta. Qué será de mí luego; qué fui antes de ahora, y qué es esto que vivo cautiva de mi forma. Y nada hay que me sirva de todo este tatuaje que guardo en la memoria. Puesta sobre el abdomen abrupto de la tierra, una piedra entre piedras, una planta entre plantas, un hombre entre los hombres, y entre las bestias bestia, igual y misma cosa para una eterna mutación de sombras. Un fuego fatuo apenas, mi azul fosforescencia, ya preoscila en la cuerda... Y bajará mi duda, a saciarse en la húmeda carne de la tierra.
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Poeta
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Un gris limpio, monótono, inasible, en este día de lluvia y cielo enfermo, el corazón del agua está soñando con bandadas de pájaros de vidrio, y en la rama otoñal, junta la ausencia, luces mojadas, y voces de aluminio. Hay como un gato gris rondando en torno, así de blando, así de ojo amarillo. Es casi tarde, mi niñez descalza, viene a buscarme por un largo río, bajo un mar vertical deshilachado, y un silencio de océano dormido. Salgo a su encuentro, quedo de su mano, me desnudo en su piel, líquida cuna, vuelvo a mi antiguo manantial, deshago, gota a gota, pausada, mansa, muerta. Bajo un llanto de techos castigados, somnolientos, reencarno, soy de lluvia.
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Poeta
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El mar soñó en voz alta que tú me besarías. Libérame un instante los labios, necesito contarte sobre el filo de aurora en que amaneces conmigo, que fue cierto, que sí, que nos amamos. Y ya antes que deshaga de espumas, -el mar sueña que muero a tu costado- reanúdate, yo quedo. Y déjame tus manos. O llévate apretados contigo estos dos gozas y miedos y gemidos. Mis dos gritos a un tiempo; dos tigres, dos palomas; dos himnos, dos sollozos; dos triunfos, dos nostalgias; dos culpas y una sola locura y un milagro. O déjame tus manos. Dos potros, dos tormentos dos blancos dulces perros lamiéndome los pasos; dos náufragos, dos puertos; dos fuerzas, dos desmayos; dos gotas de una lluvia de estío; dos blasfemias, dos templos, dos guaridas; dos cielos, dos infiernos, dos dioses, y una génesis sola sobre el caos. La sal ancla en el fondo del mar castillos blancos. Desátame los brazos o apaga estos caminos de viento que me llaman. O vuélveme a la hoguera del beso hasta que queden cenizas. Desde el nácar profundo sueña un niño celeste, que amanece.
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Poeta
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Me sacudo de horas y lugares; aquietada me hundo, llego al fondo, bosques líquidos, peces asustados. Quiero saber qué traigo escrito adentro, la palabra en la sangre, la condena taladrada en el hueso, la implacable mordedura prendida en la neurona. Esa caverna que todavía habito y esos hombres cubiertos de pelambre. Laberintos, uno dentro del otro, sin embargo, en la memoria del latido, algo salva malezas, libra de la asfixia, ilumina derrotas y naufragios, triunfa de todos los goliats y emerge desde el candor dormido y balbucea. Alguien de mí, yo misma, desde el hondo misterioso subsuelo de mi carne, me ilumina y me hiere de señales. Siento un bosque de copas derrumbadas, una canción distante que evapora, y un osario de nidos sin amparo, Una manzana muerta a picotazos, el redondel quemado a cigarrillo, un sol sin rostro, solamente rayos, y niñitos tomados de la mano, con sus piernas torcidas, con su ombligo sosteniendo una comba triste en hambre. Miro en torno, de nuevo estoy ausente, de nuevo tengo miedo de asustarme, escribo un corazón en todas partes, bajo lluvia de azahares, bebo cielo. Me crecen hijos de todas mis aristas, en ellos crezco, mientras van sembrando. Sola en el tiempo, el bosque es tan espeso, van cayendo mis hojas una a una, tantas lobos detrás de los crujidos, mi corteza sangrada en arañazos. Un cazador acecha... está nevando. Mi dedo tenso en el gatillo grita por la boca de un fusil de espanto. Quiero dormirme, mas llevar conmigo, lo que tuve y no tengo. Ser el amor de quienes me quisieron. Borroneada, tachada, magullada, toda estallada y muda me refugio, sumergida en mí misma, toco fondo, y una página blanca me descifra. Papá... mamá... yo amo a mi mamá... mamá me ama.
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Poeta
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Y querer merecerme; de veras merecerme. Revisar mis dispersas escrituras, mi palabra, revisarme el sollozo, la garganta, auscultarme el latido, desollarme, revisarme las venas, las arterias. todo el complejo existencial que asumo. Revisar mi conducta, mis proyectos, lo soñado, ensoñado, lo vivido, conformarme de nuevo, aun no inscripta, sin visión, sin recuerdo, sin mentiras, sin verdades ocultas, temerosas, sin impulsos, sin deserción, sin este yo impreciso.
Revisarme hasta el fondo, descifrarme, prenderme, saberme, perdonarme, tanto pude y no hice, tanto hice febril a manotazos, en apremio suicida, lograr algo, dejar algo, quedarme allí incrustada, en la trama inicial, impenetrable, indestructible, quedar, estar, ser siempre, y vencer de la muerte, y de la vida.
Permanecer y ser, por solo acto de ingerencia en un sino de criatura.
Despedacé mi carne, carne mía, fatigada de esfuerzo y sinsabores, me derramé, me di, me hice guiñapo; al costado de holgura, fui miseria. Quise tanto y a tantos, y la tierra, ese soplo de polvo que me aguarda, y mi aventura batalladora hecha de timidez, de inermidad y miedo. Estos árboles rudos que me vencen la mirada, cada vez menos útil, y esta noche que circunda mis noches y me azuza y me manda no dormir, y pensar, y sentir frío, y volver al dolor que hice a un costado. Yo debo revisarme desde el antes, descubrir el motivo, causa, impulso, la razón, el por qué, y el hacia adónde, y el por qué del por qué de la pregunta. Ascender la montaña hacia la cima, y mirarme, un abismo, en el abismo, y elevarme al azul por propio esfuerzo apoyándome en mí, envolviéndome en mí, desde mí misma, tirar de mí hacia arriba; tocar siquiera una sola estrella, una sola, o su fulgor siquiera, o siquiera seguirla desnudando mi vergüenza a su luz. Esta corteza, que resquebraja cada vez que pienso, y estas raíces que me petrifican bajo la inercia de un planeta muerto. Quiero salir maleza a herir caminos, y punzarme de heridas, ser, de pronto, este mundo y un próximo intuido, y recordar, de pronto, un otro antiguo mundo en seres golpeados que lloraron mucho antes de mí, y que derramaron en mi llanto de hoy, su sal y acíbar.
Ser el ánfora quieta de una ignota, milenaria mansión sin nada dentro, y esperando.
Un océano en peces y vitrales, y en suicidas y barcos milenarios; ser la orilla, el camino sobre el agua, ser la brújula, el sol rojo de noche y el marinero que perdió la novia, la llegada y el puerto, abigarradas multitudes ruidosas, y en mí, nadie.
Asomarme a la ardiente boca ígnea de un volcán que despierta en el incendio, y saber que soy fuego y quemadura, que la lava soy yo, descascarando; desnudada, sentirme leña al rojo, derramado mineral, embistiendo la ladera, burbujeante y hervida.
Merecerme, de veras merecerme; en cuclillas orar, sin darme cuenta, porque quiera la entraña de mi madre, exhalarme a la luz, y ser pequeña, respirar, prometer, ser la esperanza para alguien, sin nada más que el hilo, que amenaza romper de una esperanza.
Merecerme de veras; ya retorno del altar y del lodo, del sollozo, del gemido y del canto, de mi propio funeral, y me escucho como corro anhelante y jadeante a mi bautismo.
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Poeta
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