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Ojos indefinibles, ojos grandes, como el cielo y el mar hondos y puros, ojos como las selvas de los Andes: misteriosos, fantásticos y oscuros.
Ojos en cuyas místicas ojeras se ve el rostro de incógnitos pesares, cual se ve en la aridez de las riberas la huella de las ondas de los mares.
Miradme con amor, eternamente, ojos de melancólicas pupilas, ojos que semejáis bajo su frente, pozos de aguas profundas y tranquilas.
Miradme con amor, ojos divinos, que adornáis como soles su cabeza, y, encima de sus labios purpurinos, parecéis dos abismos de tristeza.
Miradme con amor, fúlgidos ojos, y cuando muera yo, que os amo tanto ¡verted sobre mis lívidos despojos, el dulce manantial de vuestro llanto!
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Poeta
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Todo nos llega tarde... ¡hasta la muerte! Nunca se satisface ni alcanza la dulce posesión de una esperanza cuando el deseo acósanos más fuerte.
Todo puede llegar: pero se advierte que todo llega tarde: la bonanza, después de la tragedia: la alabanza cuando ya está la inspiración inerte.
La justicia nos muestra su balanza cuando sus siglos en la Historia vierte el Tiempo mudo que en el orbe avanza;
Y la gloria, esa ninfa de la suerte, solo en las sepulturas danza. Todo nos llega tarde... ¡hasta la muerte!
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Poeta
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Cuando lejos, muy lejos, en hondos mares en lo mucho que sufro pienses a solas, si exhalas un suspiro por mis pesares, mándame ese suspiro sobre las olas.
Cuando el sol, con sus rayos desde el oriente, rasgue las blondas gasas de las neblinas, si una oración murmuras por el ausente, deja que me la traigan las golondrinas.
Cuando pierda la tarde sus tristes galas, y en ceniza se tornen las nubes rojas, mándame un beso ardiente sobre las alas de las brisas que juegan entre las hojas.
Que yo, cuando la noche tienda su manto, yo, que llevo en el alma sus mudas huellas, ¡te enviaré con mis quejas un dulce canto en la luz temblorosa de las estrellas!
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Poeta
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