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Esperaré, y en día no lejano, cuando se apiade mi contraria suerte y me depare el ósculo de muerte que ha de salvarme del contagio humano,
pienso que tierra y cielo y océano de gozo temblarán... y que yo, al verte, caeré de nuevo en tu regazo, inerte, después de traspasar el hondo arcano.
Mas luego nuestras almas en un grito de amor se fundirán... y un mismo anhelo nos llevará a los pies del Dios bendito;
y así como esos astros de áureo vuelo que vagan de infinito en infinito, volaremos los dos de cielo en cielo.
Y en unos eternos abrazos confundidos, lejos de las mundanas mezquindades, oiremos, en las altas claridades, de la angélica orquesta los sonidos.
Y veremos con ojos sorprendidos la desaparición de las edades, hasta que el mundo, envuelto en tempestades, caiga en rotos fragmentos esparcidos.
Y cuando en esa vida misteriosa toda mi sed de dicha se mitigue, y tú sientas la calma prodigiosa,
como en el cielo todo se consigue, tú serás una estrella esplendorosa, yo un satélite tuyo... que te sigue.
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Poeta
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Huyeron las golondrinas de tus alegres balcones; ya en la selva no hay canciones sino lluvias y neblinas.
Me dan pesar sus espinas sólo porque a otras regiones huyeron las golondrinas de tus alegres balcones.
Insondables aflicciones se posan entre las ruinas de mis ya muertas pasiones. ¡Ay, que con las golondrinas huyeron mis ilusiones!
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Poeta
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Oye: bajo las ruinas de mis pasiones, y en el fondo de esta alma que ya no alegras, entre polvos de ensueños y de ilusiones yacen entumecidas mis flores negras.
Ellas son el recuerdo de aquellas horas en que presa en mis brazos te adormecías, mientras yo suspiraba por las auroras de tus ojos, auroras que no eran mías.
Ellas son mis dolores, capullos hechos; los intensos dolores que en mis entrañas sepultan sus raíces, cual los helechos en las húmedas grietas de las montañas.
Ellas son tus desdenes y tus reproches ocultos en esta alma que ya no alegras; son, por eso, tan negras como las noches de los gélidos polos, mis flores negras.
Guarda, pues, este triste, débil manojo, que te ofrezco de aquellas flores sombrías; guárdalo, nada temas, es un despojo del jardín de mis hondas melancolías.
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Poeta
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Dime: cuando en la noche taciturna, la frente escondes en tu mano blanca, y oyes la triste voz de la nocturna brisa que el polen de la flor arranca;
cuando se fijan tus brillantes ojos en la plomiza clámide del cielo... y mustia asoma entre tus labios rojos una sonrisa fría como el hielo;
cuando en el marco gris de tu ventana lánguida apoyas tu cabeza rubia... y miras con tristeza en la cercana calle, rodar las gotas de la lluvia;
dime: cuando en la noche te despiertas y hundes el codo en la almohada y lloras... y abres entre las sombras las inciertas pupilas como el sol abrasadoras;
¿en qué piensas? ¿en qué? ¡pobre ángel mío! Piensas en nuestro amor despedazado ya, como el junco al ímpetu bravío del torrente que salta desbordado?
¿Piensas tal vez en las azules tardes en que a la luz de tu mirada ardiente, mis ojos indecisos y cobardes posáronse en el mármol de tu frente?
¿O piensas en la hojosa enredadera bajo la cual un tiempo te veía peinar tu ensortijada cabellera, al abrirse los párpados del día?
¡Quién sabe!... no lo sé, pero imagino que en esas horas de aparente calma, percibes mucha sombra en tu camino, ¡sientes muchas tristezas en el alma!
Mas... otro amante extinguirá tu frío, yo sé que tu pesar no será eterno; mañana vivirás en pleno estío... y yo, con mi dolor... ¡en pleno invierno!
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Poeta
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Oye la historia que contóme un día el viejo enterrador de la comarca: era un amante a quien por suerte impía su dulce bien le arrebató la parca.
Todas las noches iba al cementerio a visitar la tumba de la hermosa; la gente murmuraba con misterio: es un muerto escapado de la fosa.
En una horrenda noche hizo pedazos el mármol de la tumba abandonada, cavó la tierra... y se llevó en los brazos el rígido esqueleto de la amada.
Y allá en la oscura habitación sombría, de un cirio fúnebre a la llama incierta, dejó a su lado la osamenta fría y celebró sus bodas con la muerta.
Ató con cintas los desnudos huesos, el yerto cráneo coronó de flores, la horrible boca le cubrió de besos y le contó sonriendo sus amores.
Llevó a la novia al tálamo mullido, se acostó junto a ella enamorado, y para siempre se quedó dormido al esqueleto rígido abrazado.
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Poeta
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Nunca mayor quietud se vio en la muerte; ni frío más glacial que el de esta mano que tú alargaste al espirar, en vano y que cayó en las sábanas, inerte.
¡Ah... yo no estaba allí! Mi aciaga suerte no quiso que en el trance soberano, cuando tú entrabas en el hondo arcano, yo pudiera estrecharte... y retenerte.
Al llegar, me atrajeron tus despojos; cogí esa mano espiritual y breve y la junté a mis labios y a mis ojos...
Y en ella, al ver mi llanto que corría, pensé que aquella mano hecha de nieve en mi boca al calor... se derretía.
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Poeta
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Hermosa y sana, en el pasado estío, murmuraba, en mi oído, sin espanto: -Yo quisiera morirme, amado mío; más que el mundo me gusta el camposanto.
Y de fiebre voraz bajo el imperio, moribunda, ayer tarde, me decía: -No me dejes llevar al cementerio... ¡Yo no quiero morirme todavía!
¡Oh señor... y qué frágiles nacimos! ¡Y que variables somos y seremos! ¡Si la tumba está lejos... la pedimos! ¡Pero si cerca está... no la queremos!
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Poeta
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Cuando lejos, muy lejos, en hondos mares, en lo mucho que sufro pienses a solas, si exhalas un suspiro por mis pesares, mándame ese suspiro sobre las olas.
Cuando el sol con sus rayos desde el oriente rasgue las blondas gasas de las neblinas, si una oración murmuras por el ausente, deja que me la traigan las golondrinas.
Cuando pierda la tarde sus tristes galas, y en cenizas se tornen las nubes rojas, mándame un beso ardiente sobre las alas de las brisas que juegan entre las hojas.
Que yo, cuando la noche tienda su manto, yo, que llevo en el alma sus mudas huellas, te enviaré, con mis quejas, un dulce canto en la luz temblorosa de las estrellas.
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Poeta
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Ojos indefinibles, ojos grandes, como el cielo y el mar hondos y puros, ojos como las selvas de los Andes: misteriosos fantásticos y oscuros.
Ojos en cuyas místicas ojeras se ve el rastro de incógnitos pesares, cual se ve en la aridez de las riberas la huella de las ondas de los mares.
Miradme con amor, eternamente, ojos de melancólicas pupilas, ojos que semejáis bajo su frente, pozos de aguas profundas y tranquilas.
Miradme con amor, ojos divinos, que adornáis como soles su cabeza, y, encima de sus labios purpurinos, parecéis dos abismos de tristeza.
Miradme con amor, fúlgidos ojos, y cuando muera yo, que os amo tanto verted sobre mis lívidos despojos, el dulce manantial de vuestro llanto.
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Poeta
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Tú no sabes amar; ¿acaso intentas darme calor con tu mirada triste? El amor nada vale sin tormentas, ¡sin tempestades... el amor no existe!
Y sin embargo, ¿dices que me amas? No, no es el amor lo que hacia mí te mueve: el Amor es un sol hecho de llamas, y en los soles jamás cuaja la nieve.
¡El amor es volcán, es rayo, es lumbre, y debe ser devorador, intenso, debe ser huracán, debe ser cumbre... debe alzarse hasta Dios como el incienso!
¿Pero tú piensas que el amor es frío? ¿Que ha de asomar en ojos siempre yertos? ¡Con tu anémico amor... anda, bien mío, anda al osario a enamorar los muertos!
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Poeta
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