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Siento que algo solemne va a llegar a mi vida. ¿Es acaso la muerte? ¿Por ventura el amor? Palidece mi rostro, mi alma está conmovida, y sacude mis miembros un sagrado temblor.
Siento que algo sublime va a encarnar en mi barro en el mísero barro de mi pobre existir. Una chispa celeste brotará del guijarro, y la púrpura augusta va el harapo a teñir.
Siento que algo solemne se aproxima, y me hallo todo trémulo; mi alma de pavor llena está. Que se cumpla el destino, que Dios dicte su fallo, para oír la palabra que el abismo dirá.
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Poeta
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Mi alma es una princesa en su torre metida, con cinco ventanitas para mirar la vida. Es una triste diosa que el cuerpo aprisionó. y tu alma, que desde antes de morirte volaba, es un ala magnífica, libre de toda traba... Tú no eres el fantasma: ¡el fantasma soy yo!
¡Qué entiendo de las cosas! Las cosas se me ofrecen, no como son de suyo, sino como aparecen a los cinco sentidos con que Dios limitó mi sensorio grosero, mi percepción menguada. Tú lo sabes hoy todo..., ¡yo, en cambio, no sé nada! Tú no eres el fantasma: ¡el fantasma soy yo!
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Poeta
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El día que me quieras tendrá más luz que junio; la noche que me quieras será de plenilunio, con notas de Beethoven vibrando en cada rayo sus inefables cosas, y habrá juntas más rosas que en todo el mes de mayo.
Las fuentes cristalinas irán por las laderas saltando cristalinas el día que me quieras.
El día que me quieras, los sotos escondidos resonarán arpegios nunca jamás oídos. Éxtasis de tus ojos, todas las primaveras que hubo y habrá en el mundo serán cuando me quieras.
Cogidas de la mano cual rubias hermanitas, luciendo golas cándidas, irán las margaritas por montes y praderas, delante de tus pasos, el día que me quieras... Y si deshojas una, te dirá su inocente postrer pétalo blanco: ¡Apasionadamente!
Al reventar el alba del día que me quieras, tendrán todos los tréboles cuatro hojas agoreras, y en el estanque, nido de gérmenes ignotos, florecerán las místicas corolas de los lotos.
El día que me quieras será cada celaje ala maravillosa; cada arrebol, miraje de "Las Mil y una Noches"; cada brisa un cantar, cada árbol una lira, cada monte un altar.
El día que me quieras, para nosotros dos cabrá en un solo beso la beatitud de Dios.
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Poeta
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Tat tuam asi (Tú eres esto: es decir, tú eres uno y lo mismo que cuanto te rodea; tú eres la cosa en sí)
El que sabe que es uno con Dios, logra el Nirvana: un Nirvana en que toda tiniebla se ilumina; vertiginoso ensanche de la conciencia humana, que es sólo proyección de la Idea Divina en el Tiempo...
El fenómeno, lo exterior, vano fruto de la ilusión, se extingue: ya no hay pluralidad, y el yo, extasiado, abísmase por fin en lo absoluto, y tiene como herencia ¡toda la eternidad!
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Poeta
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Eres uno con Dios, porque le amas, tu pequeñez ¡qué importa y tu miseria!; eres uno con Dios, porque le amas.
Le buscaste en los libros, le buscaste en los templos, le buscaste en los astros, y un día el corazón te dijo, trémulo: "Aquí está", y desde entonces ya sois uno, ya sois uno los dos, porque le amas.
No podrán separaros ni el placer de la vida ni el dolor de la muerte.
En el placer has de mirar su rostro, en el valor has de mirar su rostro, en vida y muerte has de mirar su rostro.
"¡Dios!" dirás en los besos, dirás "Dios" en los cantos, dirás "Dios" en los ayes.
Y comprendiendo al fin que es ilusorio todo pecado (como toda vida), y que nada de Él, puede separarte, uno con Dios te sentirás por siempre: uno solo con Dios ¡porque le amas!
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Poeta
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Yo también, cual los héroes medievales que viven con la vida de la fama, luché por tres divinos ideales: ¡por mi Dios, por mi Patria y por mi Dama!
Hoy que Dios ante mí su faz esconde, que la Patria me niega su ternura de madre, y que a mi acento no responde la voz angelical de la Hermosura,
rendido bajo el peso del destino esquivando el combate, siempre rudo, heme puesto a la vera del camino, resuelto a descansar sobre mi escudo.
Quizá mañana, con afán contrario, ajustándome el casco y la loriga, de nuevo iré tras el combate diario, exclamando: ¡Quién me ame, que me siga!
Mas hoy dejadme, aunque a la gloria pese, dormir en paz sobre mi escudo roto; dejad que en mi redor el ruido cese, que la brisa noctívaga me bese y el Olvido me dé su flor de loto.
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Poeta
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Tú que piensas que no creo cuando argüimos los dos, no imaginas mi deseo, mi sed, mi hambre de Dios;
ni has escuchado mi grito desesperante, que puebla la entraña de la tiniebla invocando al Infinito; ni ves a mi pensamiento, que empañado en producir ideal, suele sufrir torturas de alumbramiento.
Si mi espíritu infecundo tu fertilidad tuviese, forjado ya un cielo hubiese para completar su mundo.
Pero di, qué esfuerzo cabe en un alma sin bandera que lleva por dondequiera tu torturador ¡quién sabe!;
que vive ayuna de fe y, con tenaz heroísmo, va pidiendo a cada abismo y a cada noche un ¿por qué?
De todas suertes, me escuda mi sed de investigación, mi ansia de Dios, honda y muda; y hay más amor en mi duda que en tu tibia afirmación.
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Poeta
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Flor de Mayo, como un rayo de la tarde, se moría... Yo te quise, Flor de Mayo, tú lo sabes; ¡pero Dios no lo quería!
Las olas vienen, las olas van, cantando vienen, cantando irán.
Flor de Mayo ni se viste ni se alahaja ni atavía; ¡Flor de Mayo está muy triste! ¡Pobrecita, pobrecita vida mía!
Cada estrella que palpita, desde el cielo le habla asi: «Ven conmigo Florecita, brillarás en la extensión igual a mí.»
Flor de Mayo, con desmayo, le responde: «¡Pronto iré!»
...
Se nos muere Flor de Mayo, ¡Flor de Mayo, la Elegida, se nos fue!
Las olas vienen, las olas van, cantando vienen, llorando irán...
«¡No me dejes!», yo le grito; «¡No te vayas, dueño mío: el espacio es infinito y es muy negro y hace frío, mucho frío!»
Sin curarse de mi empeño, Flor de Mayo se alejó, y en la noche, como un sueño, misteriosamente triste se perdió.
Las olas vienen, las olas van, cantando vienen, ¡ay cómo irán!
Al amparo de mi huerto una sola flor crecía: Flor de Mayo, y se me ha muerto... Yo la quise, ¡pero Dios no lo quería!
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Poeta
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(Para José I. Bandera)
Yo tuve un ideal, ¿en dónde se halla? Albergué una virtud, ¿por qué se ha ido? Fui templado, ¿do está mi recia malla? ¿En qué campo sangriento de batalla me dejaron así, triste y vencido?
¡Oh, Progreso, eres luz! ¿Por qué no llena tu fulgor mi conciencia? Tengo miedo a la duda terrible que envenena, y que miras rodar sobre la arena ¡y, cual hosca vestal, bajas el dedo!
¡Oh, siglo decadente, que te jactas de poseer la verdad!, tú que haces gala de que con Dios, y con la muerte pactas, devuélveme mi fe, yo soy un Chactas que acaricia el cadáver de su Atala...
Amaba y me decías: <analiza>, y murió mi pasión; luchaba fiero con Jesús por coraza, triza a triza, el filo penetrante de tu acero.
¡Tengo sed de saber y no me enseñas; tengo sed de avanzar y no me ayudas; tengo sed de creer y me despeñas en el mar de teorías en que sueñas hallar las soluciones de tus dudas!
Y caigo, bien lo ves, y ya no puedo batallar sin amor, sin fe serena que ilumine mi ruta, y tengo miedo... ¡Acógeme, por Dios! Levanta el dedo, vestal, ¡que no me maten en la arena!
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Poeta
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Vuestro nombre no sé, ni vuestro rostro Conozco yo, y os imagino blanca, Débil como los brotes iniciales, Pequeña, dulce... Ya ni sé... Divina. En vuestros ojos placidez de lago Que se abandona al sol y dulcemente Le absorbe su oro mientras todo calla. Y vuestras manos, finas, como aqueste Dolor, el mío, que se alarga, alarga, Y luego se me muere y se concluye Así, como lo veis; en algún verso. Ah, ¿sois así? Decidme si en la boca Tenéis un rumoroso colmenero. Si las orejas vuestras son a modo De pétalos de rosas ahuecados... Decidme si lloráis, humildemente. Mirando las estrellas tan lejanas. Y si en las manos tibias se os aduermen Palomas blancas y canarios de oro. Porque todo eso y más, vos sois, sin duda: Vos, que tenéis el hombre que adoraba Entre las manos dulces, vos la bella Que habéis matado, sin saberlo acaso, Toda esperanza en mí... Vos, su criatura. Porque él es todo vuestro: cuerpo y alma Estáis gustando del amor secreto Que guardé silencioso... Dios lo sabe Por qué, que yo no alcanzo a penetrarlo. Os lo confieso que una vez estuvo Tan cerca de mi brazo, que a extenderlo Acaso mía aquélla dicha vuestra Me fuera ahora... ¡sí! acaso mía... Mas ved, estaba el alma tan gastada Que el brazo mío no alcanzó a extenderse: La sed divina, contenida entonces, Me pulió el alma... ¡Y él ha sido vuestro! ¿Comprendéis bien? Ahora, en vuestros brazos El se adormece y le decís palabras Pequeñas y menudas que semejan Pétalos volanderos y muy blancos. Acaso un niño rubio vendrá luego A copiar en los ojos inocentes Los ojos vuestros y los de él Unidos en un espejo azul y cristalino... ¡Oh, ceñidle la frente! ¡Era tan amplia! ¡Arrancaban tan firmes los cabellos A grandes ondas, que a tenerla cerca No hiciera yo otra cosa que ceñirla! Luego dejad que en vuestras manos vaguen Los labios suyos; él me dijo un día Que nada era tan dulce al alma suya Como besar las femeninas manos... Y acaso, alguna vez, yo, la que anduve Vagando por afuera de la vida, -Como aquellos filósofos mendigos Que van a las ventanas señoriales A mirar sin envidia toda fiesta- Me allegue humildemente a vuestro lado Y con palabras quedas, susurrantes, Os pida vuestras manos un momento, Para besarlas, yo, como él las besa... Y al recubrirlas, lenta, lentamente, Vaya pensando: aquí se aposentaron ¿Cuánto tiempo?, sus labios, ¿cuánto tiempo En las divinas manos que son suyas? ¡Oh, qué amargo deleite, este deleite De buscar huellas suyas y seguirlas Sobre las manos vuestras tan sedosas, Tan finas, con sus venas tan azules! Oh, que nada podría, ni ser suya, Ni dominarle el alma, ni tenerlo Rendido aquí a mis pies, recompensarme Este horrible deleite de hacer mío Un inefable, apasionado rastro. Y allí en vos misma, sí, pues sois barrera, Barrera ardiente, viva, que al tocarla Ya me remueve este cansancio amargo, Este silencio de alma en que me escudo, Este dolor mortal en que me abismo, Esta inmovilidad del sentimiento ¡Que sólo salta, bruscamente, cuando Nada es posible!
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Poeta
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