Poemas de nostalgia :  ORACIÓN PARA GIORGIO
Hijo
Derrotada ante
la sin razón
de tu partida
¡Aquí está tu madre!

Incapaz de hallar tu luz
en ninguna estrella
De rodillas
vencida
ante todas mis batallas

Hijo
¡Aquí está tu madre¡
Renegando del sol
Del azul impertinente del cielo
De la insólita algarabía de la playa
que, atrevida
insolente¡
ante tu ausencia
insiste irreverente
en su rutina de olas.

¡Aquí está tu madre!
encerrando entre sus lágrimas
la gema de tu sonrisa

Puliendo el filigrana de tu recuerdo
por los rincones
los centros
los arriba
los abajo
impregnados de tus pasos saltarines
perfumados por tu niñez inocente

¿Todo está igual?
¿Son las mismas mañanas?
Sólo tú y yo
Sabemos la respuesta

Hoy la muerte
enmudece mi universo

Y aunque quiero creer
que en cualquier instante
va a volver a mis brazos
el trino mágico de tu alegría
Derrotada
inclino el alma
ante tu partida

Hoy respeto tu silencio
ángel dormido

Reprimo mi angustia

Contengo la ira

Clausuro un agudo grito
dentro de mis lágrimas

Desangro espinas
ante el horror de tu muerte

Ansio creer
que entre las sombras
me extenderás tus brazos
para solo con tus besos
y tu exclusiva ternura
justificar el aire
que por hoy
me asfixia

¿Todo está igual?
¿Es la misma mañana?

Hijo mío
Sólo Tú y yo
sabemos la respuesta

No encontraré en el firmamento
tu corazón de estrella

Ningún sol
volverá a entibiar mi alma

Ningún lucero
opacará tu risa

Ningún sorbo de agua
volverá a ser fresco

Hijo
Amor por siempre mio,

¡Aquí esta tú madre!
¡Aquí esta tú madre!

¡Aquí esta tú madre!

Postrada
frente al frío sueño de la nada

Tiritando tu dulzura!

Calando el dolor
más allá del silencio

Extraviada
ante tus cenizas

¡Mutilada¡

Desterrada sin fin
ante la vida

Hijo
¡Aquí está tu madre¡
Poeta

Cuentos :  SHAMAN DEL AMOR
Pero ¿cómo era posible que aquella mujer, a punto de vibrar, de emocionarse a ese extremo desconocido, fuera ella, la misma, la de apenas treinta minutos antes? La misma que, justamente la noche anterior, había dicho a sus amigas. – A mí, no hay hombre que me convenza. Me sobran motivos para creer que todos son un cóctel de egoísmo y hormonas. Me alegro de mantenerme libre y a salvo de ciertos venenos.

Pero, ¿qué es lo que estaba pasando?, porque en ese momento era ella, la misma, la que hacía treinta minutos, tomando su abrigo y su portafolio, habíase despedido de su secretaria con la seguridad de que –si alguien me busca, que me espere. Máximo en una hora regreso.

Y en sesenta minutos, Sofía Altamirano hubiese regresado a sus funciones, si en vez de dirigirse por las escaleras, no hubiera decidido utilizar el ascensor para llegar a escasos dos pisos donde se hallaba el Salón de Convenciones.

Cuando extendió su brazo y con su mano marcó el botón de la máquina llamando al tercer piso, nunca se imaginó que un detalle tan cotidiano iba a suspender los asuntos primordiales de su agenda para aquel día.

-Buenos tardes, señora – Saludó el ascensorista

Sofía ordenó – planta baja – y añadió – tengo diez minutos para llegar a una reunión importante.

Sin embargo, a solas con el ascensorista en aquel silencioso rectángulo, pensó que, diez minutos, eran suficiente para que, como siempre, cuando se encontraba con aquel hombre, ella pudiera “tomarle el pelo” a esa mirada arobadora con la que él, pese a su discreción, rendía el tributo que muchos otorgaban ante su presencia.

Por eso, sin disimular su deseo de provocarlo, le dijo – Sigo pensando que eres un peligro hasta para una mujer decente – Rubén, a los mejor se inquietó como otras veces más, para sorpresa de la altanera, giró en su posición de firmes y, encarándola, con un atrevimiento inusitado para el gusto de Sofía, respondió – ¿Es que teme, o ansía, que hoy sucumba ante la bomba explosiva de su cuerpo?

Pero, ¿qué es lo que estaba pasando? ¿Qué es lo que él se estaba figurando? ¿Acaso, no era ella la que cuando se le antojaba, lo arrinconaba con su silencio o con cualquier frase lo dejaba flotando al extremo del hilo que a ella le daba la gana? ¿No hubo veces, cuando decidió no cruzarle ni media palabra y, acto seguido, se le antojó perturbarlo? … ¿No hubo, otras, en que un – me enciendes un cigarrillo – bastaba para comprobar lo que su vanidad exigía, sentir el pulso indeciso de aquel hombre, sin atreverse ni a mirar la burlona sonrisa con la que ella se explayaba?

Y aunque a Sofía le atraía aquel hombre tallado en medidas perfectas, aquella especie de minotauro tan indefenso ante ella, y era verdad que le encantaba aquella sensación tan agradable de observarlo y darse cuenta de que él no atinaba qué hacer con su mirada, eso no significaba nada. Simplemente, era el colmo de los atrevimientos, ¿acaso ella no podía mirar a quien se le antojara? Porque, aunque le atraía el ascensorista, a ella igual, le gustaban varios hombres, de distintas maneras. Inconscientemente los clasificaba por sus formas de conversar, su dominio sobre algunos temas, sus talentos, sus ocurrencias; pero ninguno desgraciadamente, pensaba Sofía, despertaba en el interior de su piel curiosidad alguna. Para ella estaba claro que ante los hombres, era preferible no detenerse a contemplar sus pequeñas emociones.

Ese “vacío” – según opinaban sus amigas – a ella dejó de importarle hacía mucho tiempo. Ella se acomodó y acomodó al que quiso, al sistema de mirarme pero no me toques. Era preferible manipular los mimos resignados de sus admiradores a correr el riesgo de alguna aventura con cualquiera de ellos y, con él, menos que nadie. El trámite de su divorcio había concluido hacia dos años y ella juró que después de aquella experiencia, los hombres solamente tendrían la alternativa de percibir su presencia y conformarse ¿Por qué tendría ella que derrumbar esas fantasías de “Pitonisa del amor” con la que tantos soñaban? … ¿Qué hombre merecía enterarse de que en ella solo era apariencia aquel rumor de hoguera que la rodeaba?

Quizás por estos motivos, y, convencida como estaba de que en ningún fuego iba a quemarse, disfrutaba dejando a unos cuantos casi ciegos con su resplandor de mujer inalcanzable. Por eso, cuando él , por fracciones de segundos dejaba ir su mirada sobre el filo de sus rodillas, Sofía, pensaba – a que no te atreves – y , tras disfrutar del recelo de aquella mirada, concluía que – no era por nada, pero, cómo iba a atreverse. Simplemente, con qué derecho-

El haberlo conocido a su regreso de Europa, cuando su mejor amiga le envió a su chofer particular con una nota que decía: ¿Qué te parece este muñeco como regalo de bienvenida? Se llama Rubén Jaramillo y lo pongo a tus órdenes, cuando lo necesites.

No, eso no le daba a él privilegio alguno. Era cierto que aquel monumento de Dios griego era el colmo (para un hombre como él, para un subalterno, a lo mejor, quería decir ella) Y, aunque era cierto que en medio de los ejecutivos que la rondaban, se podía apreciar, de vez en cuando, ciertos ejemplares algunos de sus miradas, ella, más de una vez pensó que ninguno poseía..! pero, qué loca!, qué podía tener de extraordinario aquel hombre! No. A él, nada le daba derecho de cruzar el límite impuesto por las reglas de sus trampas.

Rubén, desde un principio supo quién era Sofía.

-Señor Jaramillo, vaya al aeropuerto. Hoy llega la economista Altamirano. Entréguele esta nota, dígale que usted va de mi parte y, por favor, trátela como a una reina. Ella es la nueva Gerenta de la Financiera- Le había ordenado quien fuera la última de sus jefas.

Sus ojos la midieron desde el momento en que apareció frente a él y, despreocupada, como quien no tenía la culpa de ese caminar agacelado, de ese ir y venir de sus melena al ritmo del ritmo de todo su cuerpo, le dijo – tenga cuidado con mi equipaje- Él sintió miedo, ella se metió de golpe en todas sus apetencias.

Esta ciudad no cambia. Todo sigue como antes- Comentó Sofía, y, cuando él creyó que ella iba a añadir que hacía un frío tremendo, Sofía presentó la primera carta de su descaro – me extraña que seas chofer, a menudo deben confundirte con algún militar de alto rango. Imagina, debes tener varias amantes. El resto del camino, para asombro de Rubén, Sofía no volvió a mirarla ni a pronunciar palabra.

La pretenciosa gerenta que pocos lograban tolerar, era la invitada obligada de cancilleres, políticos, artistas, en fin, siempre Sofía. –Vaya y deje en su casa a la señora Sofía- Vaya, traiga, lleve, dígale a la Señora Sofía, y él puntualmente acrecentando su miedo y sus deseos. Luchando para sacarla del fondo de la taza de café donde ella se bañaba. Deseando arrancarla de la luz roja de los semáforos, queriendo borrarla de los calendarios donde ella le contemplaba burlona y cada vez más lejana.

Rubén, reconoció el peligro, desde su inicio, con su silencio, aceptó el desafío que sin palabras le planteó Sofía. Él supo a qué se exponía y dejó que ella, a distancia, le dejara intuir ese goce interior de poder provocarlo a sabiendas de que él sospechase cierta mofa en ese acomodarse los botones de la blusa en ese revisarse las medias, en ese tocarse suave, casi inocente, con el que ella lo encendía para luego, como quien no es consciente de nada, decir – por favor, pare. Aquí me bajo.

Pero, ¿qué sucedía esa mañana para que él reaccionara de esa manera?, qué es lo que se estaba imaginando? ¿Es que Rubén creía que ella, ante su atrevimiento, iba a marearse?

A un minuto de iniciado el descenso a “Planta Baja”, Rubén se dio cuenta de que, al mirarla por primera vez frente a frente, el desafío de cierta ternura se encontraba dentro de la altivez de Sofía.

-Señora, estoy pensando en secuestrarla- Dijo, con lo que creyó Sofía, debía ser su mejor sentido del humor. Por eso, riéndose – No me imaginaba que fueras tan ingenioso.

-Y o no me imaginé llegar a verla, puedo decir, tan ¿indefensa?… La verdad señora, prosiguió – hay muchas cosas sobre usted que no logro imaginármelas; pero, el verla ahora, casi con nitidez, dentro de su burbuja, puedo decirle que está la suerte. Hoy me siento experto en desarmar ciertas poses.

Pero, ¿cómo podía estar sucediendo aquello? ¿Pero con qué autorización, Rubén, tomándola de la mano, la sacaba del ascensor y la conducía al fondo del edificio? ¿Cómo era que ella, dueña absoluta del control de sus actos y del control que sabía ejercía sobre ese hombre, no hiciera nada por detenerlo?

Y ahora ahí, pero ¿dónde estaba? Ahí donde él la había conducido para con naturalidad decirle – señora, bienvenida – y donde luego de ofrecerle una cerveza que Sofía extrañamente se la bebió toda, acercarse a ella, hacerla levantar ¿de la butaca? Sobre la cual ella habíase deslizado para, él, bailarín en lenta abertura, ir empujándola contra la pared, tomar entre sus manos sus hombros, y empezar a probar, como a bocados cortos un vino largamente esperado. – Dígame, ¿qué parte de su piel, aún es virgen? … ¿Por dónde debo empezar a explorarla? – preguntó Rubén, mientras al parecer, especialista en degustar placeres, empezó por aquel cuello que, inexplicablemente dócil, no ponía resistencia.

Es que no podía ser verdad que ella hubiera perdido su capacidad de hablar, de reírse, de burlarse, de dar órdenes, de dominarlo. Pero, era cierto. Aquella mujer a punto de vibrar, de emocionarse a ese extremo desconocido, era ella, la misma de hacía apenas media hora, o al menos era idéntica físicamente, a la que en esos instantes desconocía.

Algo parecido a querer cerrar los ojos y mirar para dentro de sí misma, le agarró de repente, pero, ella no estaba ahí para hacer lo que quisiese ¿Cómo?, sí, era él quien ordenaba – No va a cerrar los ojos. Va a mirarme y va a mirarse, entera para mí frente a mi cuerpo. Hoy va a nacer mujer de una vez por todas.

Era el colmo de la arrogancia, pero, cómo se atrevía a hablarle de esa manera tan prepotente!, ¿pero en qué momento ella había permitido que su falda y su blusa hubieran podido volar hasta esa esquina, desconocida?, pero ¿cómo era posible que esas manos – salvajes, seguras, tiernas? Le fueran arrebatando a sus piernas la intocable transparencia de sus medias de seda negra?

-Esto no es cierto – repetía alguien desde adentro de su cuerpo. Esto no es cierto, repetía una voz cada vez más débil; alguien en su cerebro le recriminaba, hacía un llamado a su razón, le exigía recordar “su lugar”, mientras Rubén, en tercera dimensión, brujo, santero, ceremoniaba contras y conjuros, elevaba rituales para ahuyentar los demonios que poseían a ese esfinge de hielo.

-No se niegue al amor. Deje que broten los misterios encelados de su cuerpo. Atrévase a llamar a un hombre suyo sin sentir miedo… ¿Sabe de lo que le estoy hablando?, y, estrechando la cadera de Sofía contra la suya, dejó que fuera ella la que se decidiera por empezar a besarle los labios.

¿Cuánto tiempo había pasado?.. Dónde estaba el mundo, los negocios importantes, las decisiones urgentes, los impostergables asuntos de su agenda?…

¡Cómo fue que ella pudo entrar en ese estadio de guerra, pasión, ternura. Ternura, ternura, pasión, guerra. Guerra, pasión y él, demandando – dígame, por dónde su piel aún es virgen- y él, pasión, y él, guerra, y él y su erotizada ternura sin dejar espacios, equilibrio, juicio, razonamiento alguno para recobrarse de aquel dominio absoluto sobre todas sus voluntades.

Pero, ¿qué momento podía compararse con aquel en que ese exorcista fue liberándola de macumbas, limpiándola de los males de ajo y de los mil dedos de espanto que, enmarañados, condenaban de norte a sur a su cuerpo?

Abrió los ojos cuando él le ordenó – míreme- justo cuando ella hubiera querido decir –acabo de empezar a amarte- pero no pudo- Prefirió no reconocerse, limitarse a escuchar – Ésta es la mujer descubierta por la ternura de mis dientes.

Arrodillado ante ella, con aquella devoción de fuego (única en toda la galaxia, pensó Sofía), Rubén, fue besando uno a uno los dedos de sus pies. Ahora perdóneme- añadió, abrazándose a sus piernas. Sofía, siempre sin hablar, le interrogó desde su silencio. Perdóneme, insistió Rubén, por tomar tanto de este templo- y , acariciándola con mordiscos a lo largo de sus muslos, se incorporó (Shaman del amor), justo en el momento en que Sofía atinó a pronunciar la palabra gracias.

Iban a ser las 20h00, cuando la economista Altamirano avisó en la avenida la pirámide del edificio donde ella vivía. Desde el asiento delantero, Rubén, le dijo –Hemos llegado- Se bajó del auto, y, al ayudarla a salir, sin saber por qué volvió a interrogarla – aún no me ha contestado, ¿Qué parte de su piel aún es virgen?

Sin responder, Sofía, saludó con una breve venia y él la vio partir convencido de que aunque, ella volvía impregnada del fulgor de sus estrellas, jamás volvería por la intensa ternura que descubrió en la tarde.

-Sí, un día de estos, el frío terminará por matarnos, comentó Sofía a alguien que le hizo conversación en el pasillo de los ascensores.
Poeta

Cuentos :  EL ÚLTIMO RELAJO
Terminé de vestirlo con su mejor traje. Aquel terno azul con el que a mí me parecía el más guapo de los hombres.

Esa noche el efecto era diferente. Andrés no sonrió ni me dijo esas cosas que, cuando hace años me las decía, me perturbaban. Con un hormigueo entre las piernas quería correr a sus brazos.

A las parientes que me ayudaron a limpiarle las manchas de sangre que aún quedaba en la cabeza y el torso; luego, con paciencia a vestirlo y, a acomodarle las manos cruzadas sobre su pecho, les pedí con tranquilidad que salieran del dormitorio. Oí que, en voz baja, preocupadas, comentaban sobre mi alarmante falta de lágrimas. No le di importancia. Tenía apuro de regresar junto a él, para reconocerlo justamente acostado en el sitio que él siempre ocupó en nuestra cama, frente al televisor donde, de manera infaltable, miraba los noticiarios o cualquier programa que le permitiera no tomarme en cuenta a ninguna hora.

A solas, con dificultad le descrucé las manos. Como pude, las coloqué hacia sus lados. Andrés, le dije, mientras primero me recosté junto a él como que nada hubiera pasado. Andrés, repetí y, sin darme cuenta o, quizá por una vieja costumbre, me encaramé sobre su pecho. Siempre me gustaron tus piernas, le susurré, tus manos, ay, tus manos, Andrés; pero nada como tus besos. De entrada me abrías la boca, atrapabas mis labios, me acaparaba tu lengua y, claro, después, ya no era mi culpa; pese a todas las broncas, yo cedía, fiel a tu deseo y a mi papel de idiota.

Yo sobre él, me afirmé a todo su cuerpo, creyéndolo así, mío para siempre. Lentamente delineé su perfil con mis yemas, condoliéndome milímetro a milímetro por los moretones que atravesaban su rostro. Lo contemplé largo rato. Sonreí evocando nuestros íntimos juegos, iba a decirle algo cuando, sin desearlo, mis lágrimas descendieron por mis mejillas y, sin poder evitarlo, cayeron directamente sobre sus ojos, como para hacerme creer que era él quien lloraba y que, al hacerlo, no deseaba otra cosa, sino que lo perdonara.

Lo abracé, ¡cómo no perdonarlo! Lo cubrí con el calor de mis senos esperando no ser rechazada. Que, compadecido ante mis miedos, me tomara entre sus brazos, y al fin, me mintiera o, a su modo, me amara. Esperé en vano. Andrés ya no podía responder a mis caricias. La verdad es que desde hacía tiempo me ignoraba del todo.

No recuerdo en qué momento pasé a convertirme en directora general de lo que terminó en un sepelio en el cual todos coincidían en que, Andrés, era el muerto. Sin embargo, y siempre sin una lágrima, ordené sus flores; me fijé que fueran llegando uno a uno sus amigos, mientras yo, temerosa de que se le fueran a abrir las suturas, suplicaba ¡con cuidado, con cuidado!, cuando oportunos familiares lo colocaron dentro de un cofre color gris brillante. Luego, acepté la sugerencia de velarlo en el jardín de la casa. La sala siempre fue pequeña y el calor de la temporada resultaba inaguantable. Así fue como, entre rezos y lamentos, no recuerdo de quién, lo acompañamos toda la noche. Yo siempre tranquila. Muchos creyeron que hasta indiferente; pero no, yo me daba cuenta de todo. Por eso, ante la circunstancia de una nueva capilla ardiente, levantada donde Andrés había sido hasta el día de ayer el jefe, sin poder hacer nada por evitarlo, observé cómo se llevaban el féretro donde, entre la comitiva, lo esperaba, hecha una ofrenda viviente, Valeria, su última amante, tal vez su favorita.

Aprovechando mis derechos de legítima viuda, acudí allá para poder contemplarlos a los dos, a mis anchas; tan juntitos, y al fin, separados para siempre.

¿Te das cuenta Andrés? … Ahora que estás muerto, tiene fuerza mi insignificante presencia. Yo, la loca, la inútil, como ella solía llamarme; tu estorbo tras tantos años de matrimonio, y ya ves, sin mayor esfuerzo, la verdad sin decir “ni pío”, mantuve a la raya a la gran puta que fue tu obsesión durante tantos años.

Desde el infierno, donde con toda seguridad te encontrabas, ¿podías leer mi pensamiento?

¿Adivinaste mi frialdad cuando me acerqué a mirarte tras el vidrio de tu marco mortuorio?, ¿te diste cuenta de que pensé en reclamarte?, recordarte lo canalla, lo vil que fuiste conmigo, ¿sentiste que creí conveniente abrirte las heridas, comprobar que no tenías corazón por ninguna parte? Palabrotas impronunciables se me ahogaron en la boca. Merecías que en medio de un alboroto, me lanzara contra ti, te rasguñara, pataleara, que ante tu prudente silencio, te armara un último relajo; pero, ¡qué te parece!, más pudo en mí la pena, al ver cómo, minuto a minuto, lo que quedaba de tu conciencia te fue desfigurando el rostro.

Después, a mis espaldas, cerca de mí, lejos y, hasta de frente, avispas dentro de muchas lenguas, aletearon venenosas ¿te fijaste? La viuda no llora. No se desmaya. No grita que su muerto vuelva a la vida, que no se vaya. Qué raro. Cierto ha sido. Con razón el licenciado siempre la traicionaba. La mujer siempre tiene la culpa. Motivos de sobra tenía para ser borracho. Dicen, yo no lo creo; pero, los dos es que se cuerneaban. Uhh, eso yo lo supe hace fuu. Ese bochinche se regó por todo el barrio; pero, como es feo meterse en la vida de los demás, yo no decía “ni esta boca mía”, ya saben, por mí, allá entre ellos. Claro, claro. Meterse en la vida de la gente es horrible. Eso ni Dios lo permita. Es de gentuza andar con dimes y diretes; pero, no es que yo me meta, peor que me importe; pero, que llore, que disimule; que guarde las apariencias como cualquier esposa decente. Sí, sí, alguien debería aconsejarle que disimule, aunque a las claras se ve que esta es una de esas viudas que se quitan el duelo en el mismo entierro. Sí, sí; pero, que disimule. No ve la otra, con los ojitos hinchados está allá atrás, escondida ¡la podre! Qué horror, doña Ana, ni llora, ni deja que nadie llore al finado. Ahí está, bien sentada, montando guardia. La propia altanera parece frente al marido muerto.

¿Te das cuenta, Andrés? Aún muerto, ¿me seguirás causando daño?

En medio de este desastre me hallé dándole gracias a Dios, porque al llevarte, Él, me hizo comprender que, al fin y al cabo, había escuchado mis ruegos.

Dios lo sabía.

Este funeral lo presentí desde hace tantos años.

Para ser precisa, este momento empezó desde la primera mujer de mierda que se cruzó en mi camino. Y fueron muchas, si no me equivoco, amantes fijas como ocho; simples deslices o entretenimientos nomás, que era como Andrés llamaba a sus concubinas, la verdad, fue difícil llevar la cuenta.

Nunca lo tuve para mí sola. Hasta las náuseas de mi primer embarazo las compartí también con las de alguna de sus fulanas. En los últimos años ya no me quedaban ni sus sobras o, a lo mejor, eran sobras sus insultos, sus frases hirientes, su directo desamor cual golpe bajo.

No sé, Andrés, pero te consta que justo la noche vísperas de todo, dominada por mis celos salí a buscarte. Desesperada, no me importó que ya fueran las dos de la madrugada. Conduje mi auto sin evadir los baches, la obscuridad, la terrible distancia. A través de las lágrimas distinguí tu carro convenientemente escondido entre las sombras. Me acerqué. Como siempre, estabas en arrumacos con tu prostituta de turno. Te grité, ¡maldito!, mal nacido, cobarde, te odio.

Lloré. Te supliqué que regresaras conmigo. Sin orgullo te confesé, Andrés, te necesito. Asustada, la mujerzuela te sugirió que sí, hazle caso, te dijo, no ves que estas amargadas son capaces de cualquier cosa. Ándate con ella, está como loca.

¡Maldita sea, que te largues, he dicho!, fue tu definitiva respuesta a mis histéricos gritos.

Regresé sola. Ansiando que se me atravesara el mundo. Queriendo morir, regresar a buscarte. Necesitando orar para que salieran de mi corazón esos demonios que me hacían amarte.

Tanto dolor para que a la mañana siguiente, tú y yo como que nada. Hechos los desentendidos sobre lo que ocurrió hacía pocas horas.

En silencio planché tu camisa blanca, sugerí que te iba bien la corbata gris con rojo. Esperé que de un rato a otro, tú, arrepentido por tu maldad en la noche pasada, me invitaras a la sesión donde, entre bombos y platillos, te condecorarían por ser un buen hombre, “el ejemplo a seguir por las futuras generaciones”. Nada me dijiste. Yo fingí no darme cuenta de que partiste feliz como pocas veces.

Por eso, cuando en medio de una tromba de gentes llegaron hasta mi casa un centenar de vecinos, parientes y entre tanta vieja chismosa, alguien atinó a repetir las mentiras de que “así es la vida”, que doña Anita “tenga valor”, que “hay que ser fuertes” y que, en resumidas cuentas, en un violento accidente, tú habías muerto a eso de las ocho después de una gran parranda; simplemente, me quedé impávida.

Así continúo hasta ahora. Sin poder hacer que brote una sola lágrima. Sin poder entender por qué no pude llorarte muerto. Después de tanto tiempo, no he hallado respuesta ni al recordar el pesar que produjo en la sociedad tu muerte. Es que no logré contagiarme ni de los llantos ajenos.

¿No sería que la noche de tu accidente, se me vino de golpe el recuerdo de esas veces cuando tú decidías irte de mi lado, y yo, a fuerza de una vez tras otra, aprendí que era inútil que me desesperara, que llorara pidiéndote que no te fueras? ¿No sería que al verte muerto, de entrada comprendí que era en vano recurrir al apoyo que otros encuentran en las lágrimas?

Recién lo comprendo ahora, y ya han pasado seis meses desde tu entierro. ¡Cuándo no, la torpe de siempre!, estarás pensando; pero ya ves, nunca será tarde para desenmascararnos. Acabo de hallar la última carta que no tuviste tiempo de entregarle a Valeria. La verdad, también encontré tu poemario, inspirado en diferentes mujeres aunque con las mismas mentiras que a mí me dijiste un día. Más que absurdo, casi junto a tus poemas encontré los pedazos, amorosamente ordenados, de aquella fotografía que un día estuviste a punto de descubrir en mis manos y donde estoy –o estuve- apoyando mi cabeza en un hombre que no era el tuyo.

Andrés; pero, cómo es que tú no comprendiste a tiempo que, llegado el momento de rendirle cuentas a la lección de fuego y hielo que recibí en tus brazos, si no se hubiese atravesado el tráiler que te destrozó de contado, convéncete, yo mista te hubiera asesinado. No sé ni cómo, ni cuándo, (aunque supongo, no debes haber olvidado que yo sé mucho de mecánica). Mas, ¿te das cuenta? Ventajosamente tu muerte se adelantó al día en que, sumando tu vileza, al reptar de tu sombra enlodando las nítidas paredes de mis sueños, nada me hubiese costado no dejar rastro de la crueldad de tu sonrisa, la inutilidad de tus poemas, ni de la ironía con que solías mirarme.
Poeta

Poemas sensuales :  ENCAJES ROJOS
ENCAJES ROJOS


Algarabía
la de tus manos
desprendiendo
- lobas -
serpentinas caricias
sobre ligas
y encajes rojos

Algarabía
la de tus negros ojos
sobre el almibar
de mi deseo


Algarabía
la tus labios
sobrevivientes
al filo paradisíaco
de mis fuentes

Algarabía
la de tus brazos
redes de araña
donde se rinde
el inútil intento
por salvar mi alma

Algarabía
la de tu cuerpo
- conjuro de minotauro -
dulce tentacion
con que me seduces...
Poeta

Cuentos :  A Ritmo de Bolero
Recuerdas?

Nadie tuvo que insistir para que el pretencioso chiquillo tomara por la cintura todos los nervios que, entre sonrisas a medias, intentaba disimular Mercedes.

Seguro que lo hacía y, como para que no todos lo escucharan, Álvaro se jactó -¡No hay problema, voy a enseñarte a bailar bolero!-.

-Reloj no marques las horas – repetían Los Panchos desde el sofisticado aparato Philco, flamante tocadiscos modelo 67, cuya diminuta aguja retomaba el tema musical cada vez que una espacie de magia acariciaba la última curva del negro long play.

Mercedes sin desviar su mirada de ese ir y venir de pies, dibujando lentos pasos al compás de –Ella se irá para siempre- infantil, evocaba sus recientes triunfos en la rayuela. Sin proponérselo, oía las instrucciones su vanidoso maestro, -Solo déjate llevar, es fácil bailar bolero-.

Aún no había cesado la llovizna que empezó en las primeras horas de aquel domingo, cuando las familias hallándose ya reunidas al calor de la cordialidad y la costumbre del café, las galletas y los quesos. Entre las bromas y las risas, la música fluía endulzada por el perfume achocolatado, que, sin poner resistencia, escapaba con cadencia desde la cercana cocina.

En medio de todos, Mercedes empezó a vivir una dimensión diferente. Nadie pudo convencerla luego, de que esas fracciones de tiempo no fueron invadidas por una atmósfera de lilas mariposas. Así, muy lejos del doméstico cuchicheo, ella unía su inexperiencia en el ritmo de –Yo sin su amor no soy nada- al descubrimiento de saber sus manos acaparados entre inusitadas sensaciones.

Cuando la tarde y la conversación fueron apretándose en la mañana el comentario político. Álvaro, comprendió que, al fin, había dejado de mirarlos. Prudente, se acercó al rostro ovalado de la niña –Reloj detén tu camino- enmarcó la voz, gutural, aun en el susurro de – como me gustas Mercedes-. Fue instantáneo en ella el desconcierto del pudor, unido a cierta alegría o a un concreto miedo.

Indiferentes al color cereza que se prendió a sus mejillas, Los Panchos, por quinta vez insistieron –Haz esta noche perpetuar-.

Dos

Sí, así fue.

Así empezó nuestra historia.

¿O jamás partimos de la nada?…

Fue hace tantas mañanas ese anaranjado verano cuando lloré inconsolablemente porque el viento despedazó mi primera y última cometa. Tantos soles acumulados y sin embargo, nuestros fantasmas bailarines no volvieron a recoger los pasos de su primera lección de bolero. En cambio, fantasmas al fin, desde aquella tarde aprendimos a mirarnos. Sin hablar creamos claves para el encanto del silencio.

Si, ahora tú te ríes. Más, ¿recuerdas nuestros alados juegos? ¿Nuestro tímido recoger pepinos y granadillas? A veces, solo nos sonreíamos. Lo más, nos eludíamos, al extremo de no mirarnos siquiera.

Fue en ese abril, cuando las lluvias vencieron las defensas de las ventanas y, de chapoteo en chapoteo, alegres invadieron corredores y zaguanes, cuando tu Raphael decidió ponerse de moda y a ti te pareció la excusa, libre de sospechas, para volver a inquietar mis tranquilas mariposas.

Tenía ya catorce años y confieso que, antes de que tu llegaras, por pura intuición, dejé en libertad los colores amielados que sostenían mis trenzas.

Fue mi abuela Rosaura, según tu, tu verdadero amor, la que, guiñándome el verde maravilloso de sus ojos, más con dulzura que con complicidad me cepilló el cabello, – para que estés bonita – me dijo, – y estás linda- repetías cuando creyéndote el galán de siempre, entraste por el jardín de mi casa, con tu Raphael bajo el brazo y su “Yo soy aquel”, y su “Nada soy sin Laura”.

Sentados de extremo a extremo en aquel sofá de terciopelo verde, la timidez humedeció con un inoportuno sudor mis manos. En realidad, llegué a pensar que desde el marco de su retrato, mi abuelo don Luis, se reía de los dos a carcajadas; entonces, adivinando sus burlones pensamientos, le di la razón al viejo y, mirándote bien, estuve de acuerdo con él: era ridículo tu “cásico corte de cabello”.

- A mí me fascinan los Ángeles Negros-, me animé a comentarte. Permaneciste callado, mientras tu mano se tendió no sé si para tomar la mía, porque más pudo en mí reaccionar con un inexplicable miedo. Lejos de lo que yo misma esperaba, en actitud contraria, me mostré ofendida, quizás, digo yo, para darme desde ya “aires de reina” o porque tal vez desde entonces ya era una dramática o la cursi sin remedio que aprendió a desahogarse en poemitas llorones.

Ante mi reacción, tú, eterno maestro de bolero, insististe en repetir esas cosas que solo tú me las decías y que en mí surtieron el efecto de un abracadabra. Sería por eso que te dejé tocar las puntas de mis dedos, y te dejé apretarlos y jugar con ellos ¿Recuerdas?, sin que dependiera de mí, te dejé mirarme directamente a los ojos y los dos supimos que, a partir de entonces, el calor de nuestra piel amenazaría con chispas lo que serían fuegos eternos.

Sin embargo, -tú lo sabes querido – nadie pudo detener el reloj para hacer la noche perpetua y a los dos, se nos fueron los días del bolero, pese a que tu Raphael quiso convencerme de que moriría de amor por Laura…

Tres

Cumplí quince años.

Todavía se me enredan los recuerdos de los lazos y las cintas tejidas en varios bucles a la madeja de mi melena. ¿Recuerdas qué bien quedó la fotografía aquella en que mis manos lucían más vaporosas que la gargantilla de pequeñísimas perlas?

El gran día fue un martirio principalmente para los ¡Ave María! Y, lamentos repetidos por mi madre. A regañadientes me dejé poner el portaligas de encajes rosados, en tanto, incrédula, escuchaba decir a mi entusiasta abuela, alabanzas sin par, a mis torneadas piernas.

Y ahora, ¿por qué te pones tan serio? ¿Tanto así te pareció el cambio de la Mechita?… ¡Ah, no exageres! Aunque, claro, reconozco que debí haber lucido diferente a la Mercedes oruga, siempre de pantalones y alborotadas trenzas.

¡Cómo olvidar tu asombro! Y más, el mío, al final de aquella fiesta. Es que no sé ni cómo nos atrevimos, ni cómo sucedió aquello, estando rodeada siempre de las atenciones de mi novio. Fue increíble. De repente tu rostro se acercó al mío, se repitió en mi alma lo que creí aleteo de crisálidas, y al son mi asombro y de tus ruegos, por primera vez, ¿recuerdas? Me diste un beso en la boca.

Desde entonces y para siempre estuviste condenado a mis mayores pecados y máximas penitencias. De todas maneras, te aclaro, Pablo fue mi primer amor, y, por eso de las reglas entre comillas y además condimentadas por la levadura religiosa de mi madre, se consideraba que para el primer beso, una señorita debía dejar pasar por lo menos un mes de iniciada su relación de novios, salvo querer parecer una coqueta, -y Dios nos libre de los escándalos. Repetían entre sus –Dios no quiera- las severas matronas que me educaban.

Ya puedes imaginarte, Pablo aún no me había besado más que en la mejilla, o en la frente cuando a la hora de saludarnos, nos lo permitía la vigilancia de mis padres o mis hermanos. Y ya ves, tú, rompiendo el encanto de los conjuros con que me amamantaron, anulando los estrictos conceptos, las pailas hirviendo y los ofrecidos infiernos.

Siempre tú a partir de ese beso en una relación que, aunque callada, audaz crecía como el involuntario misterio que rodeó nuestra vida.

Y nos nacieron los no me olvides, pese a que conociste a mis pretendientes (que no eran pocos), pese a que formé mi particular laguna para llorar mis desencantos, pese a la sombra de la culpa, pese a mis nuevas conquistas y pese a que tú, ¡te casaste con Lorena! ¡Fue el colmo! O, al parecer, nos habíamos propuesto volvernos locos.

Cuatro

Sí, así fue Mercedes.

Mas, te juro, ¡yo te amaba!, distinto, diferente a todas. Por ti fue la impaciencia, la ira, el llanto, los celos a la sola alegría de saberte cerca, aunque atrapado siempre en la consabida distancia.

No, Álvaro, nada nos justifica. Aunque quizá sea cierto que fuimos un par de niños tras el recuerdo de un beso cómplice y sugerente.

Mercedes, ¿es qué no fueron ciertas nuestras guerras y nuestros odios?, ¿o jamás pudimos retomar el después de esa caricia a hurtadillas?

No lo sé, Álvaro, y a los mejor, por eso, entre escogidas y perversas palabras, te presenté a Ricardo. Ahora comprendo que de todas las maneras a mi alcance quise que te mordieran mis escorpiones; en tanto tú, atrevido contabas – Sin tiii, no podré vivir jamás-

No habían pasado ni cuatro meses desde tu matrimonio cuando no tardó en llegar el run run que escandalizó a todos. Nadie pudo explicarse el porqué de tu querer escapar de Lorena.

A tu estilo, y sin pensar más que en ti mismo, acudiste a buscarme donde recibía lecciones de música. Por supuesto, me expuse a las lenguas avinagradas y te dejé acompañarme.

Con pasos de ánimas fuera de sus sepulcros, fuimos a las cercanías del puente y, más esquiva que de costumbre, yo fingía entretenerme con las diversas formas del río o dibujaba garabatos en mi cuaderno de notas musicales.

No, Álvaro. No quieras ahora que no prosiga. Si lo tengo aquí, a punto de escaparse de mi alacena con gaviotas atrapadas en la plenitud del vuelo.

- Mercedes, estoy desesperado- alcanzaste a decirme entre sollozos. ¡Sí, claro que lloraste! Lloraste cono el niño que seguías siendo dentro de un hombre a punto de divorciarse.

Esa vez de tu particular laguna, surgió la Mercedes que intentó consolarte, sabiendo que no llorabas por ella, sino junto a ella. Encerrándola en tus brazos y sin proponértelo, absorbiéndola al fondo de tus aguas.

Qué extraño momento. Qué repetida escena. Qué carencia de recursos para doblegar a la nostalgia.

Cinco

Veo que te sonrojas…

Supongo que recuerdas muy bien lo que vino en el hilo de esta historia. Pero, ¿qué pretendes explicarme ahora?… déjame que prosiga, pues los colmos alcanzaron los niveles de la hecatombe, cuando tú, Álvaro Andrade Ramírez, te reconciliaste con Lorena Ríos de Andrade y, en una de esas estúpidas reuniones, donde como siempre, tu diva hacía peleles a los hombres, ocurrió el incidente que te llevó a crueles circunstancias. Una blanca sala de cuidados intensivos fue por mucho tiempo tu merecido reducto.

¿Qué te pasa? ¿Acaso, no me sabías capaz de odiarte?… Entérate, por ti hice un criadero de cobras.

Sí, acepto que tan pronto pudiste hablar, me llamaste. Mejor dicho, fue tu padre, el que muy di-plo-má-ti-ca-men-te me dijo aquello de que –como ustedes se han querido como hermanos desde niños- y yo, igual que tú en nuestra reminiscencia del bolero, elevando el tono de mi voz contesté con la cortesía propia de una hermana doliente o el sentido pesar de la mejor amiga.

¡Tanto cuento que se me vino abajo!, cuando ya en la clínica me sonreíste y acariciaste mi rostro. Pensando solo en nosotros, olvidé a tu padre y a la misma Lorena. Por mi cuenta adiviné tu deseo y te dejé besarme, te dejé morder la ansiedad que no podía disimular mi boca. Qué momento tan terrible. Qué cruel forma de descubrirnos ante todos. Me alejé odiando tus heridas, el calor de tus labios y la mirada azul veneno con que me enfrentó la señora de Andrade cuando, masticando bien las palabras, me gritó ¡zorra, descarada!

Sí, es cierto. Tú insististe en llamarme, pero, dime – ¿de verdad me amabas, o simplemente querías provocar celos en Lorena?

Seis

Decidí casarme.

Ricardo, con su alegría, sus misterios y la sencillez de sus ojos pardos, había conseguido que yo olvidara mis amenazas – sorprendentes para todos – de hacerme monja.

Escogí un domingo de septiembre para estrenar mis 20 años y la flamante sensación de ser amada.

Ricardo fue siempre un hombre espiritual; acostumbrado a la investigación y al estudio de temas esotéricos. Desde el inicio, nuestro noviazgo fue maravilloso.

Me extrañó que asistieras a la boda. Solo unos instantes celestinos cruzaron nuestras miradas. Me juré que los últimos.

Llegaron para mí, los días del amor a plenitud. Me dejé amar y aprendí a querer a Ricardo. Su amor copó mis estancias. Dio forma y aroma a la apetencia de mi ternura.

Ricardo hizo de tu recuerdo, un espectro, al que arrojé al fondo más secreto de mi nostalgia.

Y ahí permaneciste, a obscuras por varios años, hasta el día cuando se casó Milagros con Renán, él sí, mi mejor amigo y el último de tus hermanos.

Asistí a la ceremonia del brazo de mi esposo. Llevando de la mano a Carolina, mi segunda hija. Entre la alegría del ambiente, nadie pudo percatarse del efecto desolador de nuestro reencuentro. No nos hizo falta ni siquiera cumplir con protocolos. Tú sabías que yo había llegado y yo comprendí que no debí haber ido. Fue tremendo el remezón de distantes tormentas en el alma.

Y bien pudo ser ese instante, cometa fugaz cada dos mil años; pero no fue así, no lo permitiste y, por primera vez, en tantos giros que marcó el reloj en nuestras vidas, me llamaste.

-¿Vas a ir al grado de Lina? – No, Alvaro, he decidido no ir más a compromisos familiares. – Mercedes- me interrumpiste – necesito verte, te lo suplico- Luego de un breve silencio, comprobé con espanto que mariposas de mil colores querían posarse en la palidez de mi rostro.

Aceptar verte, no fue lo escandaloso. Lo terrible y sin sentido han sido siempre nuestras contradictorias reacciones.

Te recibí en el jardín, por el que hace tantos años por primera vez me visitaste. Te esperé rodeada de la seguridad que me han dado siempre mis hijas. Ellas radiantes, jugaban con sus muñecas, distraídamente te saludaron, casi te ignoraron, mientras la empleada, a ratos recogía juguetes o, metódica, se entretenía en regar las matas de los acalorados geranios.

Y los dos, frente a frente, bajo el rendido sol de las cinco de la tarde, al cabo de diez años y de un beso con el estigma de un pecado. Nada te permití decirme. Me limité a encarnar la dicha que quise demostrarte.

En contrapartida, tú me hablaste sobre el éxito de tus empresas y de tus futuros viajes.

Así, de sonrisa en sonrisa, me fue insípido el té, sorprendida la tarde, sin brillo la fina vajilla, innecesarias las cucharitas de plata. Sin vida nuestras palabras.

Fue breve tu visita. Más bien, breve y desesperante, pues crueles sentimientos de culpa me rasguñaron la espalda.

Cuando partiste, sonó definitivo el adiós que nos dijimos. ¿Sería por eso que, de repente el jardín se tornó opaco, me asaltó un vacío en los brazos y no quise verme en el reflejo de la fuente, por no reconocer a mi corazón cobarde?…

Siete

Como en los mejores cuentos, también en mi historia pasaron eneros ataviados de lluvias, julios prometedores de vientos y, no faltaron en mi agenda, diciembres agobiantes por el cansancio.

Mis hijas Ricarda y Carolina se constituyeron en mi exclusivo motivo de alegría, aunque reconozco que los mimos y los regalos de Ricardo, hicieron más llevadera mi vida.

Retomé mis estudios de piano y una mañana, casualmente, en el portal del Conservatorio, nos encontramos.

Habías cambiado. No solo lucías patillas y bigote; definitivamente Lorena había salido de escena y, en su lugar, según supe, con una tal Pamela recorrías por cafés y galerías. Imagínate, ya eras todo un hombre con el irresistible encanto de treinta “primaveras”. Bromeamos sobre esto y yo me sonrojé, al recordar, casi con horror, que yo había cumplido ¡veintisiete!

La mañana me contagió su ánimo de sol, su color, su alegría. Me di cuenta de que alargabas la pequeña distancia entre el Conservatorio y mi casa. Manejabas con lentitud tu flamante Cóndor rojo. – Mercedes, ¿al fin aprendiste a bailar bolero?- Me preguntaste, deteniéndote para mirarme. Yo, me abracé a la tranquilidad del día para sobreponerme al recuerdo, me sentí serena. Libre de tu total influencia. Pensé que era el momento de creer que, a partir de ese casual encuentro, íbamos a ser, tú y yo, tan comunes y normales, como jamás fuimos.

Fue mentira. Éramos los mismos adolescentes desesperados en su intento de robarle un bolero a la mañana. Eras tú y tu caja de Pandora y fui yo, en ese purpurino espacio, saldando una alta cuenta que a la vida le debían nuestros sueños.

Antes de ayer cumplí mis treinta y siete. Por los mismos días de este perezoso septiembre, tú, celebraste, a lo grande, tus cuarenta. La fiesta que ofreció tu actual esposa, nos causó admiración a todos ¡Qué delicados los arreglos florales! ¡Qué hermosas las fuentes con exóticas frutas! Ni qué decir, de los vinos y los potajes.

Silvia me simpatiza. Es callada, discreta. Sugiere ser tu elegante sombra. Es diferente a las otras. Es más, nos hemos hecho amigas, aunque he sentido su temor indefinido cuando estamos los tres cerca. Sus dudas no se justifican. Tú y yo, por los elementales motivos que dicta la cobardía, nos mantenemos lo más lejos posible el uno del otro.

En fin, tu fiesta nos reunió a las familias de siempre y ahí estuvimos, fingiendo entre otros, que éramos tan jóvenes todavía, ignorando, a propósito, tus primeras canas. Sin querer ver que se redondeó mi espigada figura.

La cena en tu honor, se sirvió en el salón por cuyos vitrales descendió la noche. Camareros bailarines hicieron gala de elegancia con las bandejas servidas con copas relucientes.

Qué noche más perfecta. Cada cual más orgulloso de la última gracia o la picardía más ingeniosa de sus respectivos hijos. Mi hija Carolina, por ejemplo, tú la conoces. Quienes la miran opinan que es la viva reencarnación del señorío que tuvo su bisabuela Rosaura.

Ella es contemporánea de los hijos de tu hermano, de los de Lina y de los tuyos. Tuviste tres matrimonios y un hijo en cada uno; y hoy, los dos en esta fiesta, similar a la de hace ya veintisiete años, mirándonos casi a nosotros mismos a través de la tristeza del tiempo y las impuestas distancias. Mirándonos ya casi repetidos en la vida, aunque tu hijo David tenga los mismos ojos de la arrogante Lorena y, Carolina, sea la misma bella imagen de Ricardo.

Por eso he sonreído, cuando mi hija, extendiendo su natural perfume, meció su negra cabellera y tu hijo, créeme, ¡enmudeció de admiración y sorpresa!

Más aún esta noche.

Precisamente, cuando Luis Miguel desempolvando antiguos relojes, desde su plateado compacto evocaba –Dicen que la distancia es el olvido- figúrate, mi niña, maga sobre el equilibrio de sus primero tacones, y, decidida ante la mirada zafiro mar de tu hijo, musical, se atrevió coqueta –David, ¿sabes tú bailar bolero? …
Poeta

Poemas sensuales :  Suite 17
Suite 17



Yo…

vívido lienzo

de exóticas esencias

Estancias satinadas

en raso

terciopelo

y nácar



Tú…

Eros de cinceles

y lúdicos colores



Tú…

manos de digitales pinceles

manos magas

lentas y certeras

de mimos exactos

y hábiles giros



Yo…

ritmo preciso

en la cadencia del beso



Yo…

luz

entre tu boca y mis ansias



Yo…

vida

corporizando

poesía y fuego



Yo…

Vocablos

Murmullos

asuspiradas delicias

en quejas leves



Tú…

Titán del deseo

Guerrero seguro

triunfal en el gozo

colmando de lirios

cataratas de mieles



Yo…

poesía de latidos

derrochando néctares

sobre azuladas olas



Tú…

vuelo

de litúrgicas caricias

sobre la llama de la tarde



Tú…

yo…

cósmica configuración

de mitos sagrados



Tú…

yo…

hierro fundido

en cristales celestes



Tú…

yo…

fuerzas capaces

- en un solo beso -

inventar milagros

Preludios del éxtasis ….
Poeta

Poemas sensuales :  Del vino y las palabras
Del vino y las palabras

Hemos llegado a casa
estancia de gozos
sinfonías
arrebatos
en miel y lilas

Hemos llegado a casa
a repartir las huellas
del vino y las palabras

Hemos llegado a casa
a sembrar delicias
luceros de amor
ríos de esperanza

Hemos llegado a casa
desesperados por llegar
y encender llamaradas

Hemos llegado a casa
a salpicar de nostalgias
la distancia anticipada

Hemos llegado a casa
refugio sin fin
solo para amarnos
Poeta

Poemas sensuales :  Premonición
Premonición

Si por dudas o invocación
a mi llegaste
en medio del desatino
de relojes y calendarios

Si fue un error
si nunca debió ser
eso, lo dirá el destino

Si fue premonición
la certera caricia
que marcó mi alma

Si fue fuego
el fuego
que alimentó mi fuego

Si fue sosiego
la calma inesperada
en tu tranquila sonrisa

Si fue embriaguez
la pecadora sensación
en nuestras pieles

Si fueron tus manos
seguros depósitos
de mis anhelos

Si fue tu calor
encendiendo mi pasión
al filo de las brasas

Si fue una loca historia
o una historia de amor
eso...
eso, te contarán mis besos
Poeta

Poemas sensuales :  Provocación
Provocación

Loca provocación
la de tus besos
Almibar
inventando amor
en noches de soles
e inolvidables ríos

Palabras
paladiadas
en ternuras
manos repletas de avidez
sobre mi cuerpo

Simetrías
cóncavos
convexos
tu agitado respirar
sobre mi boca
Poeta

Poemas sensuales :  Pórtico
Pórtico ...

Amor
me rinde
el poderío de tu deseo

Me rinde
la convicción
de tu doctrina de Eros

Me rinde
tu lealtad
hiedra aferrada
al pórtico dorado
de mis piernas

Me rinde
tu descubrir
latido a pincelada
nuevos colores al fuego

Me rinde
tu morir
tu vivir
tu último respiro
tu júbilo perfecto
en manantiales y hogueras

Me rinde
tu reverencia
tu gozo
tu locura
tu extasiarte
en el hechizo
de azules cascadas

Me rinde
- sin remedio -
tu ansiedad
envuelta en tus lienzos

Me rinde
mi propio asombro
guardado en mi arrecife
Poeta