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¡Y si después de tantas palabras, no sobrevive la palabra! ¡Si después de las alas de los pájaros, no sobrevive el pájaro parado! ¡Más valdría, en verdad, que se lo coman todo y acabemos!
¡Haber nacido para vivir de nuestra muerte! ¡Levantarse del cielo hacia la tierra por sus propios desastres y espiar el momento de apagar con su sombra su tiniebla! ¡Más valdría, francamente, que se lo coman todo y qué más da…!
¡Y si después de tanta historia, sucumbimos, no ya de eternidad, sino de esas cosas sencillas, como estar en la casa o ponerse a cavilar! ¡Y si luego encontramos, de buenas a primeras, que vivimos, a juzgar por la altura de los astros, por el peine y las manchas del pañuelo! ¡Más valdría, en verdad, que se lo coman todo, desde luego!
Se dirá que tenemos en uno de los ojos mucha pena y también en el otro, mucha pena y en los dos, cuando miran, mucha pena… Entonces… ¡Claro!… Entonces… ¡ni palabra!
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Poeta
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Vierte el humo doméstico en la aurora su sabor a rastrojo; y canta, haciendo leña, la pastora un salvaje aleluya! Sepia y rojo.
Humo de la cocina, aperitivo de gesta en este bravo amanecer. El último lucero fugitivo lo bebe, y, ebrio ya de su dulzor, ¡oh celeste zagal trasnochador! se duerme entre un jirón de rosicler.
Hay ciertas ganas lindas de almorzar, y beber del arroyo, y chivatear! Aletear con el humo allá, en la altura; o entregarse a los vientos otoñales en pos de alguna Ruth sagrada, pura, que nos brinde una espiga de ternura bajo la hebraica unción de los trigales!
Hoz al hombro calmoso, acre el gesto brioso, va un joven labrador a Irichugo. Y en cada brazo que parece yugo se encrespa el férreo jugo palpitante que en creador esfuerzo cuotidiano chispea, como trágico diamante, a través de los poros de la mano que no ha bizantinado aún el guante. Bajo un arco que forma verde aliso, ¡oh cruzada fecunda del andrajo!
La zagala que llora su yaraví a la aurora, recoge ¡oh Venus pobre! frescos leños fragantes en sus desnudos brazos arrogantes esculpidos en cobre. En tanto que un becerro, perseguido del perro, por la cuesta bravía corre, ofrendando al floreciente día un himno de Virgilio en su cencerro!
Delante de la choza el indio abuelo fuma; y el serrano crepúsculo de rosa, el ara primitiva se sahúma en el gas del tabaco. Tal surge de la entraña fabulosa de epopéyico huaco, mítico aroma de broncíneos lotos, el hilo azul de los alientos rotos!
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Poeta
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Silencio. Aquí se ha hecho ya de noche, ya tras del cementerio se fue el sol; aquí se está llorando a mil pupilas: no vuelvas; ya murió mi corazón. Silencio. Aquí ya todo está vestido de dolor riguroso; y arde apenas, como un mal kerosene, esta pasión.
Primavera vendrá. Cantarás «Eva» desde un minuto horizontal, desde un hornillo en que arderán los nardos de Eros. ¡Forja allí tu perdón para el poeta, que ha de dolerme aún, como clavo que cierra un ataúd!
Mas… una noche de lirismo, tu buen seno, tu mar rojo se azotará con olas de quince años, al ver lejos, aviado con recuerdos mi corsario bajel, mi ingratitud. Después, tu manzanar, tu labio dándose, y que se aja por mí por la vez última, y que muere sangriento de amar mucho, como un croquis pagano de Jesús.
¡Amada! Y cantarás; y ha de vibrar el femenino en mi alma, como en una enlutada catedral.
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Poeta
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Pasamos juntos. El sueño lame nuestros pies qué dulce; y todo se desplaza en pálidas renunciaciones sin dulce.
Pasamos juntos. Las muertas almas, las que, cual nosotros, cruzaron por el amor, con enfermos pasos ópalos, salen en sus lutos rígidos y se ondulan en nosotros. Amada, vamos al borde frágil de un montón de tierra. Va en aceite ungida el ala, y en pureza. Pero un golpe, al caer yo no sé dónde, afila de cada lágrima un diente hostil.
Y un soldado, un gran soldado, heridas por charreteras, se anima en la tarde heroica, y a sus pies muestra entre risas, como una gualdrapa horrenda, el cerebro de la Vida.
Pasamos juntos, muy juntos, invicta Luz, paso enfermo; pasamos juntos las lilas mostazas de un cementerio.
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Poeta
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Lirismo de invierno, rumor de crespones, cuando ya se acerca la pronta partida; agoreras voces de tristes canciones que en la tarde rezan una despedida.
Visión del entierro de mis ilusiones en la propia tumba de mortal herida. Caridad verónica de ignotas regiones, donde a precio de éter se pierde la vida.
Cerca de la aurora partiré llorando; y mientras mis años se vayan curvando, curvará guadañas mi ruta veloz.
Y ante fríos óleos de luna muriente, con timbres de aceros en tierra indolente, cavarán los perros, aullando, ¡un adiós!
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Poeta
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Vengo a verte pasar todos los días, vaporcito encantado siempre lejos… ¡Tus ojos son dos rubios capitanes; tu labio es un brevísimo pañuelo rojo que ondea en un adiós de sangre!
Vengo a verte pasar; hasta que un día, embriagada de tiempo y de crueldad, vaporcito encantado siempre lejos, ¡la estrella de la tarde partirá! Las jarcias; vientos que traicionan; vientos ¡de mujer que pasó! Tus fríos capitanes darán orden; ¡y quien habrá partido seré yo…!
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Poeta
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Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma… ¡Yo no sé!
Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. Serán tal vez los potros de bárbaros atilas; o los heraldos negros que nos manda la Muerte.
Son las caídas hondas de los Cristos del alma de alguna fe adorable que el Destino blasfema. Esos golpes sangrientos son las crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.
Y el hombre… Pobre… ¡pobre! Vuelve los ojos, como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; vuelve los ojos locos, y todo lo vivido se empoza, como charco de culpa, en la mirada.
Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
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Poeta
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Lejana vibración de esquilas mustias en el aire derrama la fragancia rural de sus angustias. En el patio silente, sangra su despedida el sol poniente. ¡El ambar otoñal del panorama toma un frío matiz de gris doliente! Al portón de la casa, que el tiempo con sus garras torna ojosa, asoma silenciosa, y al establo cercano luego pasa la silueta calmosa de un buey color de oro, ¡que añora con sus biblicas pupilas, oyendo la oreción de las esquilas, su edad viril de toro! Al muro de la huerta, aleteando la pena de su canto, salta un gallo gentil, y un triste alerta, cual dos gotas de llanto, ¡tiemblan sus ojos a la tarde muerta! Lánguido se derrama en la vetusta aldea el dulce yararí de una guitarra, en cuya eternidad de hondo quebranto la triste voz de un indio dondonea como un viejo esquilón de camposanto. De codos yo en el muro, cuando triunfa en el alma el tinte oscuro, y el viento reza en los ramajes yertos llantos de quena, tímidos, inciertos, ¡suspiro una congoja al ver que en la penumbra gualda y roja llora un trágico azul de idilios muertos!
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Poeta
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