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Háblame más... y más..., que tus acentos me saquen de este abismo; el día en que no salga de mí mismo, se me van a comer los pensamientos.
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Poeta
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I Y continuando la infeliz historia, que aún vaga como un sueño en mi memoria, veo al fin, a la luz de la alborada, que el rubio de oro de su pelo brilla cual la paja de trigo calcinada por agosto en los campos de Castilla. Y con semblante cariñoso y serio, y una expresión del todo religiosa, como llevando a cabo algún misterio, después de un «¡Ay, Dios mío!» me dijo, señalando un cementerio: «¡Los que duermen allí no tienen frío!»
II El humo, en ondulante movimiento, dividiéndose a un lado y a otro lado, se tiende por el viento cual la crin de un caballo desbocado. ayer era otra fauna, hoy otra flora; verdura y aridez, calor y frío; andar tantos kilómetros por hora causa al alma el mareo del vacío; pues salvando el abismo, el llano, el monte. con un ciego correr que al rayo excede, en loco desvarío sucede un horizonte a otro horizonte y una estación a otra estación sucede.
III Más ciego cada vez por su hermosura de la mujer aquella, al fin la hablé con la mayor ternura, a pesar de mis muchos desengaños; porque al viajar en tren con una bella va, aunque un poco al azar y a la ventura, muy deprisa el amor a los treinta años.
Y «¿Adónde vais ahora?», pregunté a la viajera. «Marcho, olvidada por mi amor primero», me respondió sincera, «a esperar el olvido un año entero.» «Pero, ¿y después?», le pregunté, «señora?» «Después», me contestó, «¡lo que Dios quiera!»
IV Y porque así sus penas distraía, las mías le conté con alegría y un cuento amontoné sobre otro cuento, mientras ella, abstrayéndose, veía las gradaciones de color que hacía la luz descomponiéndose en el viento. Y haciendo yo castillos en el aire, o, como dicen ellos, en España, la referí, no sé si con donaire, cuentos de Homero y de Maricastaña. En mis cuadros risueños, pintando mucho amor y mucha pena, como el que tiene la cabeza llena de heroínas francesas y de ensueños, había cada llama capaz de poner fuego al mundo entero; y no faltaba nunca un caballero que, por gustar solícito a su dama, la sirviese, siendo héroe, de escudero. Y ya de un nuevo amor en los umbrales, cual si fuese el aliento nuestro idioma, más bien que con la voz, con las señales, esta verdad tan grande como un templo la convertí en axioma: que para dos que se aman tiernamente, ella y yo, por ejemplo, es cosa ya olvidada por sabida que un árbol, una piedra y una fuente pueden ser el edén de nuestra vida.
V Como en amor es credo, o artículo de fe que yo proclamo, que en este mundo de pasión y olvido, o se oye conjugar el verbo te amo, o la vida mejor no importa un bledo; aunque entonces, como hombre arrepentido, al ver una mujer me daba miedo, más bien desesperado que atrevido, «Y ¿un nuevo amor», le pregunté amoroso, «no os haría olvidar viejos amores?» Mas ella, sin dar tregua a sus dolores, contestó con acento cariñoso: «La tierra está cansada de dar flores; necesito algún año de reposo.»
VI Marcha el tren tan seguido, tan seguido, como aquel que patina por el hielo, y en confusión extraña, parecen, confundidos tierra y cielo, monte la nube, y nube la montaña, pues cruza de horizonte en horizonte por la cumbre y el llano, ya la cresta granítica de un monte, ya la elástica turba del pantano; ya entrando por el hueco de algún túnel que horada las montañas, a cada horrible grito que lanzando va el tren, responde el eco, y hace vibrar los muros de granito, estremeciendo al mundo en sus entrañas; y dejando aquí un pozo, allí una sierra, nubes arriba, movimiento abajo, en laberinto tal, cuesta trabajo creer en la existencia de la tierra.
VII Las cosas que miramos se vuelven hacia atrás en el instante que nosotros pasamos; y, conforme va el tren hacia adelante, parece que desandan lo que andamos; y a sus puestos volviéndose, huyen y huyen en raudo movimiento los postes del telégrafo, clavados en fila a los costados del camino, y, como gota a gota, fluyen, fluyen, uno, dos, tres y cuatro, veinte y ciento, y formando confuso y ceniciento el humo con luz un remolino, no distinguen los ojos deslumbrados si aquello es sueño, tromba o torbellino.
VIII ¡Oh mil veces bendita la inmensa fuerza de la mente humana que así el ramblizo como el monte allana, y al mundo echando su nivel, lo mismo los picos de las rocas decapita que levanta la tierra, formando un terraplén sobre un abismo que llena con pedazos de una sierra! ¡Dignas son, vive dios, estas hazañas, no conocidas antes, del poderoso anhelo de los grandes gigantes que, en su ambición, para escalar el cielo un tiempo amontonaron las montañas!
IX Corría en tanto el tren con tal premura que el monte abandonó por la ladera, la colina dejó por la llanura, y la llanura, en fin, por la ribera; y al descender a un llano, sitio infeliz de la estación postrera, le dije con amor: «¿Sería en vano que amaros pretendiera? ¿Sería como un niño que quisiera alcanzar a la luna con la mano?» Y contestó con lívido semblante: «No sé lo que seré más adelante, cuando ya soy vuestra mejor amiga. Yo me llamo Constancia y soy constante; ¿qué más queréis», me preguntó, «que os diga?». Y, bajando el andén, de angustia llena, con prudencia fingió que distraía su inconsolable pena con la gente que entraba y que salía, pues la estación del pueblo parecía la loca dispersión de una colmena.
X Y con dolor profundo, mirándome a la faz, desencajada cual mira a su doctor un moribundo, siguió: «Yo os juro, cual mujer honrada, que el hombre que me dio con tanto celo un poco de valor contra el engaño, o aquí me encontrará dentro de un año, o allí...», me dijo, señalando el cielo. Y enjugando después con el pañuelo algo de espuma de color de rosa que asomaba a sus labios amarillos, el tren (cual la serpiente que, escamosa, queriendo hacer que marcha, y no marchando, ni marcha ni reposa) mueve y remueve, ondeando y más ondeando, de su cuerpo flexible los anillos; y al tiempo en que ella y yo, la mano alzando, volvimos, saludando, la cabeza, la máquina un incendio vomitando, grande en su horror y horrible en su belleza, el tren llevó hacia sí pieza por pieza, vibró con furia y lo arrastró silbando.
Canto tercero: el crepúsculo
I Cuando un año después, hora por hora, hacia Francia volvía echando alegre sobre el cuerpo mío mi manta de alamares de Zamora, porque a un tiempo sentía, como el año anterior, día por día, mucho amor, mucho viento y mucho frío, al minuto final del año entero a la cita acudí cual caballero que va alumbrando por su buena estrella; mas al llegar a la estación aquella que no quiero nombrar, porque no quiero, una tos de ataúd sonó a mi lado, que salía del pecho de una anciana con cara de dolor y negro traje. Me vio, gimió, lloró, corrió a mi lado, y echándome un papel por la ventana: «Tomad», me dijo, «y continuad el viaje». y cual si fuese una hechicera vana que después de un conjuro, en la alta noche quedase entre la sombra confundida, la mujer, más que vieja, envejecida, de mi presencia huyó con ligereza cual niebla entre la luz desvanecida, al punto en que, llegando con presteza echó por la ventana de mi coche esta carta tan llena de tristeza, que he leído más veces en mi vida que cabellos contiene mi cabeza.
II «Mi carta, que es feliz, pues va a buscaros, cuenta os dará de la memoria mía. Aquel fantasma soy que, por gustaros, juró estar viva a vuestro lado un día. »Cuando lleve esta carta a vuestro oído el eco de mi amor y mis dolores, el cuerpo en que mi espíritu ha vivido ya durmiendo estará bajo las flores. »Por no dar fin a la ventura mía, la escribo larga... casi interminable... ¡Mi agonía es la bárbara agonía del que quiere evitar lo inevitable! »Hundiéndose al morir sobre mi frente el palacio ideal de mi quimera, de todo mi pasado, solamente esta pena que os doy borrar quisiera. »Me rebelo a morir, pero es preciso... ¡El triste vive y el dichoso muere!... ¡Cuando quise morir, dios no lo quiso; hoy que quiero vivir, Dios no lo quiere! »¡Os amo, sí! Dejadme que habladora me repita esta voz tan repetida; que las cosas más íntimas ahora se escapan de mis labios con mi vida. »Hasta furiosa, a mí que ya no existo, la idea de los celos me importuna; ¡juradme que esos ojos que me han visto nunca el rostro verán de otra ninguna! »Y si aquella mujer de aquella historia vuelve a formar de nuevo vuestro encanto, aunque os ame, gemid en mi memoria; ¡yo os hubiera también amado tanto!... »Mas tal vez allá arriba nos veremos, después de esta existencia pasajera, cuando los dos, como en le tren, lleguemos de vuestra vida a la estación postrera. »¡Ya me siento morir!... El cielo os guarde. Cuidad, siempre que nazca o muera el día, de mirar al lucero de la tarde, esa estrella que siempre ha sido mía. »Pues yo desde ella os estaré mirando; y como el bien con la virtud se labra, para verme mejor, yo haré, rezando, que Dios de par en par el cielo os abra. »¡Nunca olvidéis a esta infeliz amante que os cita, cuando os deja, para el cielo! ¡Si es verdad que me amásteis un instante, llorad, porque eso sirve de consuelo!... »¡Oh Padre de las almas pecadoras! ¡Conceded el perdón al alma mía! ¡Amé mucho, Señor, y muchas horas; mas sufrí por más tiempo todavía! »¡Adiós, adiós! Como hablo delirando, no sé decir lo que deciros quiero. Yo sólo sé de mí que estoy llorando, que sufro, que os amaba y que me muero.»
III Al ver de esta manera trocado el curso de mi vida entera en un sueño tan breve, de pronto se quedó, de negro que era, mi cabello más blanco que la nieve. De dolor traspasado por la más grande herida que a un corazón jamás ha destrozado en la inmensa batalla de la vida, ahogado de tristeza, a la anciana busqué desesperado; mas fue esperanza vana, pues, lo mismo que un ciego, deslumbrado, ni pude ver la anciana, ni respirar del aire la pureza, por más que abrí cien veces la ventana decidido a tirarme de cabeza. Cuando, por fin, sintiéndome agobiado de mi desdicha al peso y encerrado en el coche maldecía como si fuese en el infierno preso, al año de venir, día por día, con mi grande inquietud y poco seso, sin alma y como inútil mercancía, me volvió hasta Paris el tren expreso.
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Poeta
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I Habiéndome robado el albedrío un amor tan infausto como mío, ya recobrados la quietud y el seso, volvía de Paris en tren expreso; y cuando estaba ajeno de cuidado, como un pobre viajero fatigado, para pasar bien cómodo la noche muellemente acostado, al arrancar el tren subió a mi coche, seguida de una anciana, una joven hermosa, alta, rubia, delgada y muy graciosa, digna de ser morena y sevillana.
II Luego, a una voz de mando por algún héroe de las artes dada, empezó el tren a trepidar, andando con un trajín de fiera encadenada. Al dejar la estación, lanzó un gemido la máquina, que libre se veía, y corriendo al principio solapada cual la sierpe que sale de su nido, ya al claro resplandor de las estrellas, por los campos, rugiendo, parecía un león con melena de centellas.
III Cuando miraba atento aquel tren que corría como el viento, con sonrisa impregnada de amargura me preguntó la joven con dulzura: «¿Sois español?». Y su armonioso acento, tan armonioso y puro, que aun ahora el recordarlo sólo me embelesa, «Soy español» la dije; «¿y vos, señora?». «Yo», dijo, «soy francesa.» «Podéis», la repliqué con arrogancia, «la hermosura alabar de vuestro suelo, pues creo, como hay Dios, que es vuestra Francia un país tan hermoso como el cielo.» «Verdad que es el país de mis amores, el país del ingenio y de la guerra; pero en cambio», me dijo, «es vuestra tierra la patria del honor y de las flores: no os podéis figurar cuánto me extraña que, al ver sus resplandores, el sol de vuestra España no tenga, como el de Asia, adoradores.» Y después de halagarnos obsequiosos del patrio amor el puro sentimiento, entrambos nos quedamos silenciosos como heridos de un mismo pensamiento.
IV Caminar entre sombras es lo mismo que dar vueltas por sendas mal seguras en el fondo sin fondo de un abismo. Juntando a la verdad mil conjeturas, veía allá a lo lejos, desde el coche, agitarse sin fin cosas oscuras, y en torno, cien especies de negruras tomadas de cien partes de la noche. ¡Calor de fragua a un lado, al otro frío!... ¡Lamentos de la máquina espantosos que agregan el terror y el desvarío a todos estos limbos misteriosos!... ¡Las rocas, que parecen esqueletos!... ¡Las nubes con extrañas abrasadas!... ¡Luces tristes! ¡Tinieblas alumbradas!... ¡El horror que hace grandes los objetos!... ¡Claridad espectral de la neblina! ¡Juegos de llama y humo indescriptibles!... ¡Unos grupos de bruma blanquecina esparcidos por dedos invisibles! ¡Masas informes..., límites inciertos!... ¡Montes que se hunden! ¡Árboles que crecen!... ¡Horizontes lejanos que parecen vagas costas del reino de los muertos ¡Sombra, humareda, confusión y nieblas!... ¡Acá lo turbio..., allá lo indiscernible..., y entre el humo del tren y las tinieblas, aquí una cosa negra, allí otra horrible!
V ¡Cosa rara! Entretanto, al lado de mujer tan seductora no podía dormir, siendo yo un santo que duerme, cuando no ama, a cualquier hora. Mil veces intenté quedar dormido, mas fue inútil empeño: admiraba a la joven, y es sabido que a mí la admiración me quita el sueño. Yo estaba inquieto, y ella, sin echar sobre mí mirada alguna, abrió la ventanilla de su lado y, como un ser prendado de la luna, miró al cielo azulado; preguntó, por hablar, qué hora sería, y al ver correr cada fugaz estrella, «Ved un alma que pasa», me decía.
VI «¿Vais muy lejos?», con voz ya conmovida le pregunté a mi joven compañera. «Muy lejos», contestó; «¡voy decidida a morir a un lugar de la frontera!» Y se quedó pensando en lo futuro, su mirada en el aire distraída cual se mira en la noche un sitio oscuro donde fue una visión desvanecida. «¿No os habrás divertido», la repliqué galante, «la ciudad seductora en donde todo amante deja recuerdos y se trae olvido?» «¿Lo traéis vos?», me dijo con tristeza. «Todo en Paris lo hace olvidar, señora», le contesté, «la moda y la riqueza. Yo me vine a Paris desesperado, por no ver en Madrid a cierta ingrata.» «Pues yo vine», exclamó, «y hallé casado a un hombre ingrato a quién amé soltero.» «Tengo un rencor», le dije, «que me mata.» «Yo una pena», me dijo, «que me muero.» Y al recuerdo infeliz de aquel ingrato, siendo su mente espejo de mi mente, quedándose en silencio un grande rato pasó una larga historia por su frente.
VII Como el tren no corría, que volaba, era tan vivo el viento, era tan frío, que el aire parecía que cortaba: así el lector no extrañará que, tierno, cuidase de su bien más que del mío, pues hacía un gran frío, tan gran frío, que echó al lobo del bosque aquel invierno. Y cuando ella, doliente, con el cuerpo aterido, «Tengo frío», me dijo dulcemente con voz que, más que voz, era un balido, me acerqué a contemplar su hermosa frente, y os juro, por el cielo, que, a aquel reflejo de la luz escaso, la joven parecía hecha de raso, de nácar, de jazmín y terciopelo; y creyendo invadidos por el hielo aquellos pies tan lindos, desdoblando mi manta zamorana, que tenía más borlas, verde y grana que todos los cerezos y los guindos que en Zamora se crían, cual si fuese una madre cuidadosa, con la cabeza ya vertiginosa, la tapé aquellos pies, que bien podrían ocultarse en el cáliz de la rosa.
VIII ¡De la sombra y el fuego al claroscuro brotaban perspectivas espantosas, y me hacía el efecto de un conjuro al reverberar en cada muro de las sombras las danzas misteriosas!... ¡La joven que acostada traslucía con su aspecto ideal, su aire sencillo, y que, más que mujer, me parecía un ángel de Rafael o de Murillo! ¡Sus manos por las venas serpenteadas que la fiebre abultaba y encendía, hermosas manos, que a tener cruzadas por la oración habitual tendía... ¡sus ojos, siempre abiertos, aunque a oscuras, mirando al mundo de las cosas puras! ¡su blanca faz de palidez cubierta! ¡Aquel cuerpo a que daban sus posturas la celestial fijeza de una muerta!... Las fajas tenebrosas del techo, que irradiaba tristemente aquella luz de cueva submarina; y esa continua sucesión de cosas que así en el corazón como en la mente acaban por formar una neblina!... ¡Del tren expreso la infernal balumba!... ¡La claridad de cueva que salía del techo de aquel coche, que tenía la forma de la tapa de una tumba!... ¡La visión triste y bella de sublime concierto de todo aquel horrible desconcierto, me hacía traslucir en torno de ella algo vivo rondando un algo muerto!
IX De pronto, atronadora, entre un humo que surcan llamaradas, despide la feroz locomotora un torrente de notas aflautadas, para anunciar, al despertar la aurora, una estación que en feria convertía el vulgo con su eterna gritería, la cual, susurradora y esplendente, con las luces del gas brillaba enfrente; y al llegar, un gemido lanzando prolongado y lastimero, el tren en la estación entró seguido cual si entrase un reptil a su agujero.
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Poeta
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I. A los quince años
Dos hablan dentro muy quedo; Rosa, que a espiar comienza, oye lo que le da miedo, ve lo que le da vergüenza. Pues ¿qué hará, que así la espanta, su amiga, a quien cree una santa? No sé qué le da sonrojo, mas... debe ser algo grave por el ojo, por el ojo de la llave.
El corazón se le salta cuando oye hablar, y después mira..., mira... y casi falta la tierra bajo sus pies. ¡Ay! Si ya a vuestra inocencia no desfloró la experiencia, no miréis por el anteojo del rayo de luz que cabe por el ojo, por el ojo de la llave.
Desde que a mirar empieza, de un volcán la ebullición sube a encender su cabeza, va a inflamar su corazón. Claro, el ser que piensa y siente siempre, cual ella, en la frente tendrá del pudor el rojo cuando de mirar acabe por el ojo, por el ojo de la llave.
De aquel anteojo a merced mira más..., y más... y más... y luego siente esa sed que no se apaga jamás. Mas ¿qué ve tras de la puerta que tanto su sed despierta? ¿Qué? Que, a pesar del cerrojo, ve de la vida la clave por el ojo, por el ojo de la llave.
Haciendo al peligro cara, ve caer su ingenuidad la barrera que separa la ilusión de la verdad. Pero ¿qué ha visto, señor? Yo sólo diré al lector que no hallará más que enojo todo el que la vista clave por el ojo, por el ojo de la llave.
Siguen sus ojos mirando que habla un hombre a una mujer, y van su cuerpo inundando oleadas de placer. Su amiga, de gracia llena, ¿no es muy buena? ¡Ah!, ¡sí, muy buena!... Pero ¿hay alguien cuyo arrojo de ser mirado se alabe por el ojo, por el ojo de la llave?
II. A los treinta años
Mas, quince años después, Rosa ya sabe con ciencia harto precoz que el mirar por el ojo de la llave es un crimen atroz. Una noche de abril, a un hombre espera: la humedad y el calor siempre son en la ardiente primavera cómplices del amor. Húmeda noche tras caliente día... Rosa aguarda febril. ¡Cuánta virtud sobre la tierra habría si no fuera el abril! Y como ella ya sabe lo que sabe, después que el hombre entró, de hacia el frente del ojo de la llave cual de un espectro huyó. y cuando al lado de él, junto a él sentada, en mudo frenesí se hablan ambos de amor sin decir nada, Rosa prorrumpe así: «¿El ojo de la llave está cerrado? ¡Ay, hija de mi amor! Si ella mirase, como yo he mirado... Voy a cerrar mejor.»
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Poeta
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A la infiel más infiel de las hermosas un hombre la quería y yo la amaba; y ella a un tiempo a los dos nos encantaba con la miel de sus frases engañosas.
Mientras él, con sus flores venenosas, queriéndola, su aliento empozoñaba, yo de ella ante los pies, que idolatraba, acabadas de abrir echaba rosas.
De su favor ya en vano el aire arrecia; mintió a los dos, y sufrirá el castigo que uno le da por vil, y otro por necia.
No hallará paz con él, ni bien conmigo él, que sólo la quiso, la desprecia; yo, que tanto la amaba, la maldigo.
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Poeta
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¡Sobre arena y sobre viento lo ha fundado el cielo todo! Lo mismo el mundo de el lodo que el mundo del sentimiento. De amor y gloria el cimiento sólo aire y arena son. ¡Torres con que la ilusión mundo y corazones llena; las del mundo sois arena, y aire las del corazón!
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Poeta
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El sol sus alas replegó luciente, y la noche callada el manto oscuro en luengo cerco derramó sombría. Vierten los astros su fulgor doliente, y entre las sombras se destaca puro, remedo incierto de la luz del día. ¡Tal de la suerte mía la luz brilla insegura entre la niebla oscura!
Ahora, pues, bajo el nocturno manto muestras daré de mi desdicha extrema; y cual presagio del famoso canto que a alzar me impele inspiración suprema, ¡rompa el acerbo llanto que mis entrañas reprimido quema!
Auras, volad, y de fragancia henchidas templad el fuego que mi frente abrasa, mansa flotando en invisible giro. Entre las nubes, con fragor hendidas, su virgen luz, cual transparente gasa, mece la luna que extasiado admiro. Me parece que miro a sus tibios reflejos vagar allá a lo lejos cual húmedo vapor de hedionda tumba, de Napoleón la sombra venerada; y cuando ronco el aquilón retumba la vaga esfera de la luz turbada, ¡me parece que zumba en torrente de sangre desatada!
¡Sombra execrable! Maldecida sombra que levantó para asentar su trono de humanos cuerpos funeral montaña! El manto azul del cielo por alfombra creyó tender en su rabioso encono, y ahogó rugiendo su impotente saña. Soldados, dijo, España nuestra esclava se vea, un muro en ella sea de insepultos cadáveres alzado que llene de terror a las naciones. Luego a rumor del atambor doblado se alzó el muro, rodaron tus pendones, y en él viste apilado el magnífico tren de tus legiones.
Al ver su oprobio aterrador el Sena turbio en las rocas con sonoro estruendo bate furioso la revuelta frente, cual herida serpiente que la arena escarba airada, y con silbar horrendo en vano aguza el venenoso diente. ¡Tirano, muge hirviente, cuán cara fue a la Francia tu funesta arrogancia! Y al repetir este rumor, tonante la última esfera de los cielos toca, y embravecido, hinchado, ondisonante, con cuanto encuentra sin concierto choca y se arrastra bramante con brusco murmurar de roca en roca.
¡Ay! Del cañón al fúnebre estampido que el bronco trueno imita, cuando alado, asorda el aire en revoltoso vuelo; y al revolar del humo esparcido que en las alas del aura reclinado viste de luto el encendido cielo; aferradas al suelo las víctimas gloriosas, que ha poco victoriosas Independencia y libertad gritaron, se vieron sin defensas maniatadas. Y al ¡ay! de muerte que después lanzaron, sus cadenas, de púrpura manchadas, a la faz arrojaron del sangriento Murat pulverizadas.
Contra vuestro poder la tiranía en vano desató su furia brava, que al sentir vuestro esfuerzo soberano, la vil corona, que adornó algún día con una flor cada nación esclava, se marchitó en las sienes del tirano. Todo el linaje humano su carroza triunfante iba a hollar rechinante, cuando opusisteis a su fiera saña vuestro ardor cabe el lento Manzanares, a sus huestes gritando: ¡Gente extraña, dad un adiós a vuestros patrios lares; sólo saldréis de España surgiendo el fondo de sangrientos mares!
¡Salve, cenizas! ¡Salve, oh ricas prendas! que humedezca dejad, restos sagrados, con lloro estéril vuestras frías losas. Jamás os faltarán verdes ofrendas, o no tendrán en sus floridos prados ni laureles abril ni el mayo rosas. ¡Perdón, sombras gloriosas si mi lira naciente no os canta dignamente! Con el llanto sus cuerdas empapadas sordas vibran confusa melodía. ¡Si no fuisteis por mí, sombras amadas, loadas con dulcísima armonía, al menos sí cantadas con toda la efusión del alma mía!
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Poeta
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COSAS DEL TIEMPO
Pasan veinte años; vuelve él, y al verse, exclaman él y ella: (-¡Santo Dios! ¿Y éste es aquél...!) (-¡Dios mío! ¿Y ésta es aquélla...?)
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Poeta
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"Velas de amor, en golfos de ternura vuela mi pobre corazón al viento y encuentra, en lo que alcanza,su tormento. Y espera, en lo que no halla, su ventura, viviendo en esta humana sepultura Engañar el pesar es mi contento, Y este cilicio atroz del pensamiento, No halla un linde, entre el genio y la locura, ¡Ay! en la vida ruín que al loco embarga, Y que al cuerdo infelíz de horror consterna, Dulce en el nombre, en realidad amarga. Solo el dolor con el dolor alterna, Y si al contarla a días es muy larga, midiendola por horas es eterna."
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Poeta
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