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¡Oh, mis impuntualidades! Las llevo como cencerro, siempre anuncian mi visita. Desde mis idilios me consagré impuntual por doquier. A muchas novias sorprendí recapacitando citas anheladas e increpándome tras sus telarañas.
En mi matrimonio lucí mi impuntualidad más destacada. Mi mujer la colgó en un marco de ira sobre nuestra cabecera y la archivó solemne en su enciclopedia del rencor.
No podía yo ser menos si mi abuelo bucanero perdió su bergantín allá en Papudo, ancló en Salamanca sus amores, sedujo brujas y lució por Aconcagua su impuntual prestancia de corsario galo.
Como él me consagré impuntual por doquier, perdí aviones, en las misas con gran suerte alcancé los ofertorios.
Rechacé con alergia el reloj control. Decidí ser poeta independiente. En el ciclo del aura orbité de contramano.
Mi impuntualidad vistió sus acuarelas. Descifró auroras a mediodía y fue crepuscular rayo de sol en madrugadas.
Mis atrasos me anticiparon a cada minuto, hasta que le hurté al planeta un circuito vital.
Desde entonces me congratularon las gaviotas por mi reencarnación aventurera.
Yo venía del ayer con mis apuros, priorizando lo simple, jerarquizando los besos escondidos. Ellas me pensaron –pobrecitas- portero secular de la mañana.
¡Oh, mis impuntualidades! Tintineantes certificaciones de mi corta burocracia, de mis insensateces blancas, de la cartomancia que distrajo mis deberes.
¿Cómo les explico ahora a los rectores que si llego a tiempo es por traslación de un siglo entero?
¿Cómo convencerlos de mi acierto, si impuntualidad mediante, hoy llegué primero?
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Cuántas fantasías evolucioné, sudoroso, luchando con las rodillas apretadas de Edelmira.
Hasta alcanzar, locuaz, grotesco o cibernético, su casto jeroglífico.
Hasta ascender, ilusionado, el penúltimo camino, esgrimiendo los besos más furtivos.
Hasta quedar, pétreo y mordido, suplicando conclusión del compromiso.
Porque ella, mi Edelmira enamorada, prisionera de atavismos ancestrales, en algún estoico aliento victoriano, censuró mis embestidas alocadas…
Virginalísima Edelmira apasionada, con la organza crepitante en clarines constreñidos, esquivó mis estocadas bizantinas, alejándose tras hosca despedida.
Y fue así, con Edelmira acalorada, que aprendí, vía orgullo macerado, y en escandaloso latín languidecido, el punzante significado del: “coitum interruptus”.
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Mi adicción es al cepaje agridulce de tus besos que saben a licor de selva y burundanga.
Toda mi voluntad se desvanece en la liturgia del embrujo, desnuda te me vienes al pecho y te recibo con mis manos como timbales, recorriéndote, apretando tus hombros, tu espalda y tus misterios.
En tu ombligo, el centro de la galaxia, me detengo, soplo tu piel y siento la proyección de mis caminos madrugados, crezco hasta la gloria, ciego, me revuelco en ti con embeleso.
Las mareas de tu cuerpo desafían mi impronta de corsario, llevo el ritmo cadencioso, me cuelgo a las garcias de tu pelo, respiro profundo las fantasías de tu boca, increpo tu pasado, ardientemente peco.
El éxtasis de tus muslos golpea mis orejas, sucumbo en tus volcanes, mi represa se rompe en tus gemidos, como un monstruo prehistórico, fluyo.
El sudor nos empapa y en el agua nos desvanecemos para salir juntos en un sueño a revolotear el no tiempo, en el relajo profundo, de placer satisfechos.
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Caligrafías de amor, 02 Marzo 2011.
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En fugaz e inocente micropausa mis hilos de audacia te incautaron. Un café nos excusó con piel de trópico hasta quebrar los hielos inventados.
Recreando sensaciones de novatos, un “me gustás” deslicé en la servilleta y como encaje amistoso lo guardaste entre eruditos textos de Política.
Esas Ciencias Políticas constantes se tiñeron de soplo celestino, orientando tras largos aspavientos los mástiles atrevidos del romance.
Cochabamba tuvo dejos de guerrilla. El Pacífico auguró cooperaciones. Lima nos cantó del mestizaje. Palermo nos guiñó su alojamiento.
Mientras de Morgenthau la moral del poder memorizábamos, nuestro poder la moral iba flanqueando en conquista de clandestino espacio.
Desplegamos la piel como un teorema, planisferio sensual, descubrimiento, plagios de entregas, dos insensatos, con dos silencios marcando el paso.
Lúdica tregua, qué gran examen el que rendimos entrelazados. Diálogo franco que atesoramos en cada beso que nos brindamos.
Hasta que pronto, disimulados, cautos cientistas de grueso marco, fuimos pañuelos que se estamparon desde Retiro hasta mis patios.
Pétreas mejillas del Aconcagua fueron vasijas de confidencia y la misma nieve, escrupulosa, tendió amnistías a mi conciencia.
Así, extraviado, quedó el secreto. Ni puritanos ni desalmados, sólo un maduro trepar de vides en reincidencias adolescentes.
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