Prosas poéticas :  Los Cisnes
Los Cisnes.

El nácar brilla bajo los reflectores. Tiene matices de perla y rosa. Y hay un logaritmo en una espiral de carey, que serpentea entre los lirios. Una orquídea muestra su vulva rosa, su lengua de golosa flor salvaje, incitando a la copula con una mariposa. Y un hibisco amarillo desprende su polen suavemente. En el cielo, azul y solemne, las nubes pasan. Son galeones piratas o grandes dinosaurios, lentamente ejecutan un baile de dragones de algodón y lana. Grandes nebulosas cuajadas de nieve, a las que el viento aleja hacia el horizonte. Son cabezas de ángeles canosos o cuerpos de maddonnas gordas, bien alimentadas, enormes ubres de vacas celestiales. Los cuellos tienen la flexibilidad de la rama del almendro florecida. Serpentea una anaconda entre las verdes lentejas de agua, y el cauce de los ríos se tuerce en cien meandros barrocos. Los cisnes moran en el agua dulce, y una libélula roja se posa en un junco. Pasan los suaves guerreros de nieve, danzarines sobre un esmalte azul, que brilla como un relámpago, y es un espejo verde lleno de transparencias cristalinas, hay como una visión de plata y el brillo es dorado y de cristal. Y es un espejismo la orilla bajo el sol de la tarde, que da sobre los cisnes su corona de fuego despiadado. O en un jardín oculto, en la umbría interrumpida, en un estanque negro, al que el sol, colándose entre la bóveda arbórea, llega como un cazador furtivo, se descubren las aves, estatuas de plumas de nieve perfecta, que nadan sobre el azogue líquido, al lado del palacete rococó, erizado de conchas marinas, próximos de un solitario nenúfar rosa, con una avispa negra y amarilla como guardián de la cripta sagrada de su cáliz. Son conchas vivas de nácar suave, estos guerreros de nieve y seda, que en escorzo sublime contonean sus cuellos, casi como serpientes y cobras de la India. Y hay un perfume a jazmín desprendido que pasa por la atmósfera como un fantasma enigmático. En una casa de putas la meretriz delgada, que era toda una curva y una ese sublime, se quita los guantes que llevaba en la Opera. Y los muchachos desnudos que se masturbaban frente a un TBO, eyaculan millones de niños y abortos. Tiene la Esbeltez el sonido barroco, de los pianos dulces azules y amarillos, de las notas de rosa, de púrpura y de fucsia, que acompañan los orgasmos de la sed indecente. Y frente a las bellas gacelas de los cisnes de azúcar se encuentra, como un eral de muerte en medio de la plaza, la majestad y el enigma, y la antítesis extásica, del cisne negro. Como un contrapunto en el nácar furioso, o un agudo insolente entre graves dulcísimos. Son débiles genuflexiones del mármol, los pétalos de una rosa blanca o los pétalos de una orquídea negra. Los muchachos más bellos del mundo, los atletas increíbles de los saltos de pértiga, de los diez mil metros lisos, o la puta insolente que se quita los guantes que llevaba en la Ópera con desvergüenza y lascivia. Son, los cisnes. Los ángeles delgados, las modelos de alta costura, desfilando despaciosas sobre la tarima, o proyectando de si mismos el cuerpo hacia la nada. Como un nenúfar rosa, como una solitaria orquídea. Los Cisnes. Claveles reventones blancos, exhalantes, de ungüento vaporoso, erizados pétalos de los capullos, plumaje de armiño para el lánguido cuello. Nardo y azucenas voluptuosos, flexible alambre en espiral nívea, barroca plumación de la serpiente. Cuando dos cisnes entran en batalla parecen orgiásticos atletas que se entretienen en un pugilato de armonía. Muchachos que, como narcisos albinos, tocan el arpa de su propio cuerpo desnudos y transidos, reclinados sobre un sofá de terciopelo, con la lentitud de la gota de clepsidra que se desprende. Gota de aguanieve sobre la espaldad desnuda, arista del escalofrío. Muchachas, muchachas de cintura estrecha y largo cuello, claveles reventones blancos cubiertos de rocío, con erizadas cabelleras de bucles rubios, danzarinas sobre una fuente de violetas. Armiños valiosísimos, blancos felinos apanterados, nieve y mármol sobre praderas de lilas, Laoocontes de plumas, hermanos dulcísimos de las garzas. Palomas. Majestuosos e hieráticos arcángeles. Corredores de atletismo, nadadores en busca de perlas. El Sátrapa de Samarcanda tenía un jardín con un estanque. En el estanque había una fuente de plata, con tres muchachas de colas de sirena. Se aburría el sultán con los cisnes de nieve, que nadaban desnudos en su estanque de oro. Y una noche de insomnio no quiso más jazmines y ordenó a sus esclavos que tiñeran los cisnes. Todo su harén contempló al mediodía, la bizarra armonía de los cisnes rosados. Corales níveos, cuando dos cisnes combaten, y cruzan sus cuellos, es como si dos ramas de almendro se golpeasen, y es el pugilato de una belleza serena, la entrega de dos guerreros de perfectas proporciones. Son los cisnes. Nimbados volúmenes de delicada armonía, flexibles lianas sobre troncos que se curvan. Muchachos que experimentan el sabor del placer, con la lentitud de las horas sin prisa. Exuberantes putas dionisíacas, que acuden a una Ópera de Verdi, que se miran en siete espejos negros, o que marchan esbeltas sobre la pasarela. Los Cisnes.

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Francisco Antonio Ruiz Caballero.
Poeta

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