Textos :  Mariposas de Marte.
Mariposas de Marte.

La ciudad, laberinto interminable, muestra sus cúpulas destrozadas y sus altas torres siniestras, cúpulas de cristal azul y negro, brillantes a un cielo rojo como la planicie desértica que avanza, arena a arena, grano a grano, intentando tragársela. En las azoteas el silencio se espesa a un cielo sin porvenir, y los diminutos arroyuelos que se forman cuando llueve caen sobre las avenidas desde canalillos lapislázulis y retorcidas y monstruosas gárgolas de malaquita y oro. Palpita el silencio como un corazón agonizante, es un tambor golpeado cada catorce segundos, el muerto, la ciudad, porque la ciudad es un gigante moribundo, el muerto quisiera resucitar en su último instante de vida pero no puede porque un águila de tres cabezas le desgarra el costado y se come sus tripas sanguinolentas. Por las anchas avenidas pasan los fantasmales elefantes de oro que un día sucedieron. Y ahora, los marcianos, de riguroso negro, como tuaregs de un desierto cuasisahariano, guardan un luto riguroso sin decir ni una sola palabra, condenados al silencio y al ostracismo por los dioses. Exiliados en su propia ciudad, inmortales y condenados en su infierno miran a un porvenir que nunca vendrá, a una liberación que no será permitida. Los han abandonado los dioses. La arena llega grano a grano impulsada por el viento, roja igual que la sangre. Y se acumula en los patios interiores de las casas, en los que extrañas fuentes barrocas vomitan un agua amarga que no calma la sed, entre orquídeas negras y azules y aspidistras de fuego rojo. Los minotauros encerrados buscan desesperadamente ángeles adolescentes a los que desollar y gritan en su encierro siniestro mordiéndose los labios y dando cabezazos contra las paredes del laberinto, con un hambre demencial nunca saciado, espoleados por mariposas negras y refulgentes, que parecen trozos de volátiles espejos negros, capaces de herirlos con sus cortantes e inmisericordes filos. Los inmortales en sus lentas bacanales se estragan y se entregan al olvido imposible, en cada inmortal hay un paraíso de arañas venenosas, un vasto oásis lleno de serpientes amarillas, y degustando uvas muy verdes y muy gordas, y oliendo el humo del opio quizás pudieran escapar de su destino: la inmortalidad absoluta, la eternidad, que les pesa igual que enormes y dantescos fardos de arena y piedra. La ciudad se asoma a la ciudad y la vomita, se ha suicidado en el tiempo, quien haya observado las bacanales de los inmortales, las lentas y amargas orgías de veneno, habrá querido también quitarse la vida sin conseguirlo y la infelicidad absurda estará en sus ojos como un Jesusito monstruoso en un Belén de sorpresa y hastío. Los marcianos, vestidos de negro, no salen a las calles y cierran las ventanas, y no quieren ver nada, algunos se han arrancado los ojos, no querían haber visto lo que han visto, en algunas estancias las truchas que flotan en las fuentes se ahogan incluso dentro del agua, amarillas y de oro en una agonía interminable, también ellas son inmortales, quisieran abandonar el agua y morir pero no pueden. Hay patios en los que crecen extraños cactus negros y rosas, con flores azules, que exhalan igual que madreselvas, pero cuyo olor penetra en el cerebro atormentándolo, igual que un mal sueño de jorobados y leprosos. Patios sombríos compiten con patios luminosos en una orgía de soledad y misterio, los cadáveres se pudren al sol sin consumirse, porque a ellos también les ha llegado la inmortalidad, como si no hubiese microbios. Y miles de mariposas negras y refulgentes atacan al viandante y al turista con su hierática belleza y su peligro afilado. Hay inmortales sin brazos y sin piernas, postrados eternamente como sacos de carne viva, llorando siempre, y otros liban un nepente extraordinario pero que no les conduce al olvido. Aquí no hay Leteos que valgan para dejar de ser, pero tampoco hay memoria, algunos quisieran recordar los gratos momentos y no los encuentran, y la ciudad, que se cae por momentos, oculta a los adolescentes como si fueran un pecado terrible. Ni un solo marciano entra en los Templos de la ciudad perdida, los sacerdotes hacen sacrificios a dioses vulgares y chabacanos que gritan como mujeres histéricas, y sacrifican libélulas y niños a un Moloch hastiado de sangre que no admite ya más sacrificios, tan harto como está ya de tanta matanza absurda, los verdaderos Dioses yacen en las estatuas manando sangre eternamente pero nadie les reza porque no conceden nada, solo una inmortalidad pesada igual que el plomo. Ellos piden a gritos la eutanasia y los Dioses hacen oídos sordos. Moloch ya no quiere niños a los que inmolar y los niños se transforman en flores negras llenas de espinas en el mismo momento del sacrificio, desapareciendo. Pero no lloran las madres porque las madres piden la muerte de su progenie y la muerte propia y no se les concede. Las mariposas en un arrebol siniestro van desde las azoteas a las fuentes de las plazas y se deshacen en el agua desapareciendo. Sólo los locos parecen haberse adaptado y sonríen estúpidamente.
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Francisco Antonio Ruiz Caballero. (Dios mío qué cosa más mala acabo de escribir, pero he matado el tiempo por lo menos estupendamente). ¿Qué os parece?.
Poeta

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