Cuentos :  A Ritmo de Bolero
Recuerdas?

Nadie tuvo que insistir para que el pretencioso chiquillo tomara por la cintura todos los nervios que, entre sonrisas a medias, intentaba disimular Mercedes.

Seguro que lo hacía y, como para que no todos lo escucharan, Álvaro se jactó -¡No hay problema, voy a enseñarte a bailar bolero!-.

-Reloj no marques las horas – repetían Los Panchos desde el sofisticado aparato Philco, flamante tocadiscos modelo 67, cuya diminuta aguja retomaba el tema musical cada vez que una espacie de magia acariciaba la última curva del negro long play.

Mercedes sin desviar su mirada de ese ir y venir de pies, dibujando lentos pasos al compás de –Ella se irá para siempre- infantil, evocaba sus recientes triunfos en la rayuela. Sin proponérselo, oía las instrucciones su vanidoso maestro, -Solo déjate llevar, es fácil bailar bolero-.

Aún no había cesado la llovizna que empezó en las primeras horas de aquel domingo, cuando las familias hallándose ya reunidas al calor de la cordialidad y la costumbre del café, las galletas y los quesos. Entre las bromas y las risas, la música fluía endulzada por el perfume achocolatado, que, sin poner resistencia, escapaba con cadencia desde la cercana cocina.

En medio de todos, Mercedes empezó a vivir una dimensión diferente. Nadie pudo convencerla luego, de que esas fracciones de tiempo no fueron invadidas por una atmósfera de lilas mariposas. Así, muy lejos del doméstico cuchicheo, ella unía su inexperiencia en el ritmo de –Yo sin su amor no soy nada- al descubrimiento de saber sus manos acaparados entre inusitadas sensaciones.

Cuando la tarde y la conversación fueron apretándose en la mañana el comentario político. Álvaro, comprendió que, al fin, había dejado de mirarlos. Prudente, se acercó al rostro ovalado de la niña –Reloj detén tu camino- enmarcó la voz, gutural, aun en el susurro de – como me gustas Mercedes-. Fue instantáneo en ella el desconcierto del pudor, unido a cierta alegría o a un concreto miedo.

Indiferentes al color cereza que se prendió a sus mejillas, Los Panchos, por quinta vez insistieron –Haz esta noche perpetuar-.

Dos

Sí, así fue.

Así empezó nuestra historia.

¿O jamás partimos de la nada?…

Fue hace tantas mañanas ese anaranjado verano cuando lloré inconsolablemente porque el viento despedazó mi primera y última cometa. Tantos soles acumulados y sin embargo, nuestros fantasmas bailarines no volvieron a recoger los pasos de su primera lección de bolero. En cambio, fantasmas al fin, desde aquella tarde aprendimos a mirarnos. Sin hablar creamos claves para el encanto del silencio.

Si, ahora tú te ríes. Más, ¿recuerdas nuestros alados juegos? ¿Nuestro tímido recoger pepinos y granadillas? A veces, solo nos sonreíamos. Lo más, nos eludíamos, al extremo de no mirarnos siquiera.

Fue en ese abril, cuando las lluvias vencieron las defensas de las ventanas y, de chapoteo en chapoteo, alegres invadieron corredores y zaguanes, cuando tu Raphael decidió ponerse de moda y a ti te pareció la excusa, libre de sospechas, para volver a inquietar mis tranquilas mariposas.

Tenía ya catorce años y confieso que, antes de que tu llegaras, por pura intuición, dejé en libertad los colores amielados que sostenían mis trenzas.

Fue mi abuela Rosaura, según tu, tu verdadero amor, la que, guiñándome el verde maravilloso de sus ojos, más con dulzura que con complicidad me cepilló el cabello, – para que estés bonita – me dijo, – y estás linda- repetías cuando creyéndote el galán de siempre, entraste por el jardín de mi casa, con tu Raphael bajo el brazo y su “Yo soy aquel”, y su “Nada soy sin Laura”.

Sentados de extremo a extremo en aquel sofá de terciopelo verde, la timidez humedeció con un inoportuno sudor mis manos. En realidad, llegué a pensar que desde el marco de su retrato, mi abuelo don Luis, se reía de los dos a carcajadas; entonces, adivinando sus burlones pensamientos, le di la razón al viejo y, mirándote bien, estuve de acuerdo con él: era ridículo tu “cásico corte de cabello”.

- A mí me fascinan los Ángeles Negros-, me animé a comentarte. Permaneciste callado, mientras tu mano se tendió no sé si para tomar la mía, porque más pudo en mí reaccionar con un inexplicable miedo. Lejos de lo que yo misma esperaba, en actitud contraria, me mostré ofendida, quizás, digo yo, para darme desde ya “aires de reina” o porque tal vez desde entonces ya era una dramática o la cursi sin remedio que aprendió a desahogarse en poemitas llorones.

Ante mi reacción, tú, eterno maestro de bolero, insististe en repetir esas cosas que solo tú me las decías y que en mí surtieron el efecto de un abracadabra. Sería por eso que te dejé tocar las puntas de mis dedos, y te dejé apretarlos y jugar con ellos ¿Recuerdas?, sin que dependiera de mí, te dejé mirarme directamente a los ojos y los dos supimos que, a partir de entonces, el calor de nuestra piel amenazaría con chispas lo que serían fuegos eternos.

Sin embargo, -tú lo sabes querido – nadie pudo detener el reloj para hacer la noche perpetua y a los dos, se nos fueron los días del bolero, pese a que tu Raphael quiso convencerme de que moriría de amor por Laura…

Tres

Cumplí quince años.

Todavía se me enredan los recuerdos de los lazos y las cintas tejidas en varios bucles a la madeja de mi melena. ¿Recuerdas qué bien quedó la fotografía aquella en que mis manos lucían más vaporosas que la gargantilla de pequeñísimas perlas?

El gran día fue un martirio principalmente para los ¡Ave María! Y, lamentos repetidos por mi madre. A regañadientes me dejé poner el portaligas de encajes rosados, en tanto, incrédula, escuchaba decir a mi entusiasta abuela, alabanzas sin par, a mis torneadas piernas.

Y ahora, ¿por qué te pones tan serio? ¿Tanto así te pareció el cambio de la Mechita?… ¡Ah, no exageres! Aunque, claro, reconozco que debí haber lucido diferente a la Mercedes oruga, siempre de pantalones y alborotadas trenzas.

¡Cómo olvidar tu asombro! Y más, el mío, al final de aquella fiesta. Es que no sé ni cómo nos atrevimos, ni cómo sucedió aquello, estando rodeada siempre de las atenciones de mi novio. Fue increíble. De repente tu rostro se acercó al mío, se repitió en mi alma lo que creí aleteo de crisálidas, y al son mi asombro y de tus ruegos, por primera vez, ¿recuerdas? Me diste un beso en la boca.

Desde entonces y para siempre estuviste condenado a mis mayores pecados y máximas penitencias. De todas maneras, te aclaro, Pablo fue mi primer amor, y, por eso de las reglas entre comillas y además condimentadas por la levadura religiosa de mi madre, se consideraba que para el primer beso, una señorita debía dejar pasar por lo menos un mes de iniciada su relación de novios, salvo querer parecer una coqueta, -y Dios nos libre de los escándalos. Repetían entre sus –Dios no quiera- las severas matronas que me educaban.

Ya puedes imaginarte, Pablo aún no me había besado más que en la mejilla, o en la frente cuando a la hora de saludarnos, nos lo permitía la vigilancia de mis padres o mis hermanos. Y ya ves, tú, rompiendo el encanto de los conjuros con que me amamantaron, anulando los estrictos conceptos, las pailas hirviendo y los ofrecidos infiernos.

Siempre tú a partir de ese beso en una relación que, aunque callada, audaz crecía como el involuntario misterio que rodeó nuestra vida.

Y nos nacieron los no me olvides, pese a que conociste a mis pretendientes (que no eran pocos), pese a que formé mi particular laguna para llorar mis desencantos, pese a la sombra de la culpa, pese a mis nuevas conquistas y pese a que tú, ¡te casaste con Lorena! ¡Fue el colmo! O, al parecer, nos habíamos propuesto volvernos locos.

Cuatro

Sí, así fue Mercedes.

Mas, te juro, ¡yo te amaba!, distinto, diferente a todas. Por ti fue la impaciencia, la ira, el llanto, los celos a la sola alegría de saberte cerca, aunque atrapado siempre en la consabida distancia.

No, Álvaro, nada nos justifica. Aunque quizá sea cierto que fuimos un par de niños tras el recuerdo de un beso cómplice y sugerente.

Mercedes, ¿es qué no fueron ciertas nuestras guerras y nuestros odios?, ¿o jamás pudimos retomar el después de esa caricia a hurtadillas?

No lo sé, Álvaro, y a los mejor, por eso, entre escogidas y perversas palabras, te presenté a Ricardo. Ahora comprendo que de todas las maneras a mi alcance quise que te mordieran mis escorpiones; en tanto tú, atrevido contabas – Sin tiii, no podré vivir jamás-

No habían pasado ni cuatro meses desde tu matrimonio cuando no tardó en llegar el run run que escandalizó a todos. Nadie pudo explicarse el porqué de tu querer escapar de Lorena.

A tu estilo, y sin pensar más que en ti mismo, acudiste a buscarme donde recibía lecciones de música. Por supuesto, me expuse a las lenguas avinagradas y te dejé acompañarme.

Con pasos de ánimas fuera de sus sepulcros, fuimos a las cercanías del puente y, más esquiva que de costumbre, yo fingía entretenerme con las diversas formas del río o dibujaba garabatos en mi cuaderno de notas musicales.

No, Álvaro. No quieras ahora que no prosiga. Si lo tengo aquí, a punto de escaparse de mi alacena con gaviotas atrapadas en la plenitud del vuelo.

- Mercedes, estoy desesperado- alcanzaste a decirme entre sollozos. ¡Sí, claro que lloraste! Lloraste cono el niño que seguías siendo dentro de un hombre a punto de divorciarse.

Esa vez de tu particular laguna, surgió la Mercedes que intentó consolarte, sabiendo que no llorabas por ella, sino junto a ella. Encerrándola en tus brazos y sin proponértelo, absorbiéndola al fondo de tus aguas.

Qué extraño momento. Qué repetida escena. Qué carencia de recursos para doblegar a la nostalgia.

Cinco

Veo que te sonrojas…

Supongo que recuerdas muy bien lo que vino en el hilo de esta historia. Pero, ¿qué pretendes explicarme ahora?… déjame que prosiga, pues los colmos alcanzaron los niveles de la hecatombe, cuando tú, Álvaro Andrade Ramírez, te reconciliaste con Lorena Ríos de Andrade y, en una de esas estúpidas reuniones, donde como siempre, tu diva hacía peleles a los hombres, ocurrió el incidente que te llevó a crueles circunstancias. Una blanca sala de cuidados intensivos fue por mucho tiempo tu merecido reducto.

¿Qué te pasa? ¿Acaso, no me sabías capaz de odiarte?… Entérate, por ti hice un criadero de cobras.

Sí, acepto que tan pronto pudiste hablar, me llamaste. Mejor dicho, fue tu padre, el que muy di-plo-má-ti-ca-men-te me dijo aquello de que –como ustedes se han querido como hermanos desde niños- y yo, igual que tú en nuestra reminiscencia del bolero, elevando el tono de mi voz contesté con la cortesía propia de una hermana doliente o el sentido pesar de la mejor amiga.

¡Tanto cuento que se me vino abajo!, cuando ya en la clínica me sonreíste y acariciaste mi rostro. Pensando solo en nosotros, olvidé a tu padre y a la misma Lorena. Por mi cuenta adiviné tu deseo y te dejé besarme, te dejé morder la ansiedad que no podía disimular mi boca. Qué momento tan terrible. Qué cruel forma de descubrirnos ante todos. Me alejé odiando tus heridas, el calor de tus labios y la mirada azul veneno con que me enfrentó la señora de Andrade cuando, masticando bien las palabras, me gritó ¡zorra, descarada!

Sí, es cierto. Tú insististe en llamarme, pero, dime – ¿de verdad me amabas, o simplemente querías provocar celos en Lorena?

Seis

Decidí casarme.

Ricardo, con su alegría, sus misterios y la sencillez de sus ojos pardos, había conseguido que yo olvidara mis amenazas – sorprendentes para todos – de hacerme monja.

Escogí un domingo de septiembre para estrenar mis 20 años y la flamante sensación de ser amada.

Ricardo fue siempre un hombre espiritual; acostumbrado a la investigación y al estudio de temas esotéricos. Desde el inicio, nuestro noviazgo fue maravilloso.

Me extrañó que asistieras a la boda. Solo unos instantes celestinos cruzaron nuestras miradas. Me juré que los últimos.

Llegaron para mí, los días del amor a plenitud. Me dejé amar y aprendí a querer a Ricardo. Su amor copó mis estancias. Dio forma y aroma a la apetencia de mi ternura.

Ricardo hizo de tu recuerdo, un espectro, al que arrojé al fondo más secreto de mi nostalgia.

Y ahí permaneciste, a obscuras por varios años, hasta el día cuando se casó Milagros con Renán, él sí, mi mejor amigo y el último de tus hermanos.

Asistí a la ceremonia del brazo de mi esposo. Llevando de la mano a Carolina, mi segunda hija. Entre la alegría del ambiente, nadie pudo percatarse del efecto desolador de nuestro reencuentro. No nos hizo falta ni siquiera cumplir con protocolos. Tú sabías que yo había llegado y yo comprendí que no debí haber ido. Fue tremendo el remezón de distantes tormentas en el alma.

Y bien pudo ser ese instante, cometa fugaz cada dos mil años; pero no fue así, no lo permitiste y, por primera vez, en tantos giros que marcó el reloj en nuestras vidas, me llamaste.

-¿Vas a ir al grado de Lina? – No, Alvaro, he decidido no ir más a compromisos familiares. – Mercedes- me interrumpiste – necesito verte, te lo suplico- Luego de un breve silencio, comprobé con espanto que mariposas de mil colores querían posarse en la palidez de mi rostro.

Aceptar verte, no fue lo escandaloso. Lo terrible y sin sentido han sido siempre nuestras contradictorias reacciones.

Te recibí en el jardín, por el que hace tantos años por primera vez me visitaste. Te esperé rodeada de la seguridad que me han dado siempre mis hijas. Ellas radiantes, jugaban con sus muñecas, distraídamente te saludaron, casi te ignoraron, mientras la empleada, a ratos recogía juguetes o, metódica, se entretenía en regar las matas de los acalorados geranios.

Y los dos, frente a frente, bajo el rendido sol de las cinco de la tarde, al cabo de diez años y de un beso con el estigma de un pecado. Nada te permití decirme. Me limité a encarnar la dicha que quise demostrarte.

En contrapartida, tú me hablaste sobre el éxito de tus empresas y de tus futuros viajes.

Así, de sonrisa en sonrisa, me fue insípido el té, sorprendida la tarde, sin brillo la fina vajilla, innecesarias las cucharitas de plata. Sin vida nuestras palabras.

Fue breve tu visita. Más bien, breve y desesperante, pues crueles sentimientos de culpa me rasguñaron la espalda.

Cuando partiste, sonó definitivo el adiós que nos dijimos. ¿Sería por eso que, de repente el jardín se tornó opaco, me asaltó un vacío en los brazos y no quise verme en el reflejo de la fuente, por no reconocer a mi corazón cobarde?…

Siete

Como en los mejores cuentos, también en mi historia pasaron eneros ataviados de lluvias, julios prometedores de vientos y, no faltaron en mi agenda, diciembres agobiantes por el cansancio.

Mis hijas Ricarda y Carolina se constituyeron en mi exclusivo motivo de alegría, aunque reconozco que los mimos y los regalos de Ricardo, hicieron más llevadera mi vida.

Retomé mis estudios de piano y una mañana, casualmente, en el portal del Conservatorio, nos encontramos.

Habías cambiado. No solo lucías patillas y bigote; definitivamente Lorena había salido de escena y, en su lugar, según supe, con una tal Pamela recorrías por cafés y galerías. Imagínate, ya eras todo un hombre con el irresistible encanto de treinta “primaveras”. Bromeamos sobre esto y yo me sonrojé, al recordar, casi con horror, que yo había cumplido ¡veintisiete!

La mañana me contagió su ánimo de sol, su color, su alegría. Me di cuenta de que alargabas la pequeña distancia entre el Conservatorio y mi casa. Manejabas con lentitud tu flamante Cóndor rojo. – Mercedes, ¿al fin aprendiste a bailar bolero?- Me preguntaste, deteniéndote para mirarme. Yo, me abracé a la tranquilidad del día para sobreponerme al recuerdo, me sentí serena. Libre de tu total influencia. Pensé que era el momento de creer que, a partir de ese casual encuentro, íbamos a ser, tú y yo, tan comunes y normales, como jamás fuimos.

Fue mentira. Éramos los mismos adolescentes desesperados en su intento de robarle un bolero a la mañana. Eras tú y tu caja de Pandora y fui yo, en ese purpurino espacio, saldando una alta cuenta que a la vida le debían nuestros sueños.

Antes de ayer cumplí mis treinta y siete. Por los mismos días de este perezoso septiembre, tú, celebraste, a lo grande, tus cuarenta. La fiesta que ofreció tu actual esposa, nos causó admiración a todos ¡Qué delicados los arreglos florales! ¡Qué hermosas las fuentes con exóticas frutas! Ni qué decir, de los vinos y los potajes.

Silvia me simpatiza. Es callada, discreta. Sugiere ser tu elegante sombra. Es diferente a las otras. Es más, nos hemos hecho amigas, aunque he sentido su temor indefinido cuando estamos los tres cerca. Sus dudas no se justifican. Tú y yo, por los elementales motivos que dicta la cobardía, nos mantenemos lo más lejos posible el uno del otro.

En fin, tu fiesta nos reunió a las familias de siempre y ahí estuvimos, fingiendo entre otros, que éramos tan jóvenes todavía, ignorando, a propósito, tus primeras canas. Sin querer ver que se redondeó mi espigada figura.

La cena en tu honor, se sirvió en el salón por cuyos vitrales descendió la noche. Camareros bailarines hicieron gala de elegancia con las bandejas servidas con copas relucientes.

Qué noche más perfecta. Cada cual más orgulloso de la última gracia o la picardía más ingeniosa de sus respectivos hijos. Mi hija Carolina, por ejemplo, tú la conoces. Quienes la miran opinan que es la viva reencarnación del señorío que tuvo su bisabuela Rosaura.

Ella es contemporánea de los hijos de tu hermano, de los de Lina y de los tuyos. Tuviste tres matrimonios y un hijo en cada uno; y hoy, los dos en esta fiesta, similar a la de hace ya veintisiete años, mirándonos casi a nosotros mismos a través de la tristeza del tiempo y las impuestas distancias. Mirándonos ya casi repetidos en la vida, aunque tu hijo David tenga los mismos ojos de la arrogante Lorena y, Carolina, sea la misma bella imagen de Ricardo.

Por eso he sonreído, cuando mi hija, extendiendo su natural perfume, meció su negra cabellera y tu hijo, créeme, ¡enmudeció de admiración y sorpresa!

Más aún esta noche.

Precisamente, cuando Luis Miguel desempolvando antiguos relojes, desde su plateado compacto evocaba –Dicen que la distancia es el olvido- figúrate, mi niña, maga sobre el equilibrio de sus primero tacones, y, decidida ante la mirada zafiro mar de tu hijo, musical, se atrevió coqueta –David, ¿sabes tú bailar bolero? …
Poeta