El Pianista y el Nazi. Segunda Versión.

Fecha  15-9-2011 12:34:28 Tema:  Prosas Poéticas
El Pianista y el Nazi.

Sobre el vuelo de una mariposa se sostenía la canción de un grillo. Cascabeleaban las campanitas azules con miríadas de libélulas de oro. Cada elitro de libélula estaba teñido de rubíes. El sol daba a las cosas matices anaranjados, las trompetas celestiales anunciaban el fín del mundo, y se veía Plutón desencajándose de su órbita lleno de sueños infernales e hidras policéfalas. Ciento veinte ángeles desnudos se lanzaban al mar. Los hibiscos rosas destilaban para las abejas miel verde. Una araña enorme tejía un vestido de novia para un hada de ojos amarillos. Y en las fuentes el agua que brotaba era de plata y oro. Pero al nazi no le gustaba mi música. Quería algo distinto. Por eso empecé a desenterrar muertos de la gran pirámide. Ocultos bajo el laberinto llevaban anillos de oro en los huesos de los dedos, y grandes collares de lapizlazulis en torno de los esternones. Las momias me miraban con rencor de cardo y ortiga, y me señalaban con sus dedos envueltos en sedas sucias, ¡¡¡maldito¡¡¡ decían, mientras yo les robaba las joyas de rubíes rutilantes que llevaban en el cuello, los cisnes de oro que colgaban de las orejas. Llegué a la cámara del tesoro. Un gran diamante rojo coronaba la máscara faraónica, y lo arranqué con mi cuchillo. Sonaban guitarras de ébano y caoba tocadas por flamencos locos, y se destilaba en las copas de incienso el suficiente material para cuatrocientas semanas santas. Pero el nazi no estaba satisfecho. Y seguía apretando su pistola contra mi sién. Se me saltaban las lágrimas del esfuerzo y por eso puse a bailar a una bailarina coja sobre un alambre de espino. En cada diapasón había una centella verde, y en cada centella verde un universo de azúcar rosa. En el fondo de un lacrimarium se formaba una perla de ámbar, pero la bailarina no paraba de bailar sobre un solo pie, abrí un bote de esencias tropicales, y panteras amarillas se apoderaron de un vaso de alabastro lleno de hielo picado. Lo rodeaban feroces y no era el santo grial, las espanté con una corchea de oro derretido, se volvieron verdes y azules y se transformaron en cisnes de nácar macizo, tenían los ojos violetas, y me introduje en la pupila de una de las aves, había un paraíso de nenúfares naranjas y el nazi me ordenó con un gesto que arrancase todos los nenúfares. Así lo hice, y luego tuve que quemarlos en una enorme pira de furor y soberbia. El charco de la pupila violeta del cisne quedó impoluto y la bailarina seguía bailando mareada y a punto de caerse. Eso era precisamente lo que quería el nazi, que la dejase caer, así que dejé que se partiese una uña del pie, y se precipitó sobre unas copas de cristal hiriéndose en los brazos desnudos. Las copas de cristal al romperse sonaron como una multitud de vencejos negros y el nazi enfurecido me dio un golpe en la cabeza con su pistola de acero. Se presentaron ante mi siete estrellas azules y una luna roja como un rubí frenético, pero yo tenía que seguir tocando, así que los pavos reales desplegaron sus colas, ginebra y maracuyá, ron y crema coco, sus azules y dorados cuellos pedían una navaja barbera, les corté el pescuezo y enseñé el machete ensangrentado al nazi, las gotas de la sangre brillaban de una manera endiablada, y de mi piano surgieron crisoberilas notas de pavor elipsoide, perfecto, dijo el nazi mientras apretaba con aún más violencia su pistola en mi sien y me daba de vez en cuando golpecitos en la cabeza con la misma, yo tenía que elevarme por encima de un cielo lleno de cardos de espinas afiladas, y los transformé en cardos de acero, y luego imanté el acero para que atrajeran las llaves de mi bolsillo, y éstas se sintieron posesas de un terror paranoico, las tuve que transformar en grillos metálicos, en mi cabeza brillaban azules laberintos llenos de arcángeles rubios desnudos, pero el nazi me los espantaba con golpes de violetas aracnoides, violetas bellísimas llenas de tigres azules, era magnífico lo que quería el nazi de mi, la perfección absoluta, por eso estrellé un avión lleno de pasajeros en las inmediaciones de un aeropuerto de Níger y el ruído de la chatarra del avión sonó con un arpegio de émbolos y piraguas, murieron doce niños de siete años y el nazi, admirado, me felicitó con otro golpe en la cabeza. Tenía que seguir arpegiando castillos de cristal transparente y jardines con fuentes de las que surgían granates chorros de agua perfumada. Colibríes, mariposas, murcielaguitos pequeñísimos, y libélulas de color azul. De pronto me dí cuenta, a un golpe del nazi, de que mi perfección era absoluta, y rápidamente puse una gran corchea de mierda apestosa en mi insolente partitura. Y el nazi me perdonó la vida extasiado.
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Francisco Antonio Ruiz Caballero.


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