La Reunión de los Cardenales.

Fecha  20-7-2011 18:12:04 Tema:  Prosas Poéticas
La Reunión de los Cardenales.

En la magnífica y amplia sala, arabescos, ónices y damasquinados que herían la vista, entró el Cardenal Azul Turquesa. Llevaba un manto arzobispal tan hermoso como las pupilas de la más bella de las huríes del paraíso. En sus huesudas manos tres anillos daban mordiscos relampagueantes al aire. Uno de los anillos eran un rubí, tan feroz y lascivo como una gota de sangre al mediodía. Otro de los anillos era un carbunclo, espantoso en sus acordes de anochecer enfurecido. Y el tercer anillo era un ámbar, fulgente como la miel de romero, que escondía una dosis siniestra de estricnina, y tenía forma de cisne de plata. Tras el Cardenal Azul Turquesa entró el Cardenal Azul Marino, sereno como una estatua de mármol, con una cruz de oro que describía puñaladas de fulgor a la luz de los grandes candelabros. Después de él entró el Cardenal Azul Lapislázuli, fastuosamente bello, delgado, hierático, tal un extraño pavo real aristocrático, solemne en su majestad de príncipe de la Iglesia satánica. Y más tarde entró el Cardenal Azul Celeste, exactamente igual a un cielo sevillano, indescriptible en su soledad fantasmagórica. Y finalmente entró el Cardenal violeta., terrorífico como la tortura, y bello como una explosión de lilas. Entraron en la sala y se saludaron con besos jesuíticos y cariñosos e hipócritas abrazos. Todos ellos se amaban y se detestaban al mismo tiempo. Y el roce les hacía saltar chispas de amor y rencor a la vez. Tenían que debatir, se dijeron. ¿qué hacer con el Hereje?. El Cardenal Azul Turquesa describió su castigo: Que una negra gorda, bestial como un elefante, con la boca llena de mierda, desvergonzada, maligna como un cáncer, y enormemente gorda, gorda, gorda, tal un hipopótamo, estrangulara al blasfemo. El Cardenal Azul Marino, no estaba de acuerdo, se mordió los labios antes de pensar el tormento y dijo: No me parece bastante, ¡¡¡¡arranquémosle los ojos¡¡¡¡¡, para que no pueda ver el producto de sus blasfemias. Un silencio de neumonía recorrió la sala sobre grandes témpanos de hielo. Habló el Cardenal Azul lapizlázuli. ¿Para qué sacarle los ojos?. Que vea a sus hijos deformes y repugnantes nadar en la piscina, esqueléticos y feos, nauseabundos, y que esa misma visión le atormente hasta el final de sus días. O hagamos que lo sodomice el más brutal de los maricas. Una sonrisa macabra tenía en la cara, hermosa como un jade lunar, como empolvada de harina, y sus dientes eran tan blancos como la nieve más pura, brillaban arañas de plata en tanta malignidad. Pero habló el Cardenal Azul Celeste. ¡¡¡No¡¡¡, dijo, mientras doblaba los brazos sobre el pecho junto a una cruz de carey verde. No, dijo. Hagamos que tenga hijos, que los vea crecer y ser felices hasta los quince años, y entonces, tal el segador que corta las espigas de los trigos, arrebatémosle esa belleza. O metámoslo en la más profunda de nuestras prisiones para que no vea la luz del sol, ni se acaricie con sus rayos, y se vuelva loco en su silencio de cristal irisado. El Cardenal violeta estaba casi como un ausente, espeso como el aceite o la piedra, y tan morado que causaba enojo. Se dirigieron a él con un gesto de amigos fraternos. ¿qué hacer con el autor de tales herejías?. Y habló entonces como enloquecido, gritando casi, desesperado y maniático: ¡¡¡Hagámosle creer que no existimos¡¡¡¡¡¡¡.

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Francisco Antonio Ruiz Caballero.
(El autor ha hecho tal esfuerzo que tiene callos en el cerebro).


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