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El mar reverdece, casi repica el mismo susurro que te recuerdo. ¿Se volverá transparente, lanzando desde el fondo tu imagen hacia el cielo, para que otra vez plasmes amor en tu tierra con tus signos?
¿Se habrá ido tu mirada cuando el mar devoró tus huesos? ¿Se habrá quedado en las rocas de la orilla, porque el brillo es siempre de la luz? Es el lumbre de una ausencia cálida, caricia del aire que tranquiliza, noches que mueren felices por el alba, calma de la tormenta que quiere ser enterrada, una ventisca plateada y el reflejo grato de su muerte, soles en paz que explican un universo absurdo.
Tal vez aún te miro a los ojos desde que el agua con todo su peso atlántico los cerrara.
¿Cómo negar la luz sobre esas mareas que te esconden?
En ese día, en ese mar sin ponientes la sudestada febril acallaba amores, la ola era un helecho, un final de solaz esperándote. Y si he sentido aires de zondas y pamperos ingratos, nunca ninguno fue más que ventolina inerme, nunca este aliento sureño, una tumba infinita pidiendo besarte.
Quizá por eso eres piedra y brillo, aunque hoy eres mi carne, una confusa piel como la mía donde se repite el saludo letárgico en la mañana. Es cuando quiero quitar el reflejo de tu rostro y guardarlo entre el dolor y el ritual final de una cordura.
©Gustavo Larsen, 02/11/2014
Un poema reflexivo y claro, especulativo, del vacío en un hombre romántico que pudiese haber dejado la poetisa. Por supuesto, me he sentado junto a ese monumento en mi ciudad natal que marcar el sitio donde ella se lanzara al mar, en esos amaneceres, luego de andar de trapisondas.
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