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Por la rambla eterna un hidalgo vagaba su soplo de humanidad. Bajo lluvias o torrentes de sol, oímos en la paciencia de los zaguanes un canto que impostaba nuestra historia. Su marcha resoluta repicaba con unos talones que parecía que habían conocido el fragor de las Termópilas y el blanco hueso de Auschwitz.
No era limosnero. Lo suyo eran trueques de un acorde de violín destemplado por una fibra de cada pecho. Sus horas iban repletas de civismo. Mecánico de emergencia de bicicletas de niños extraviados, interventor de diferencias callejeras, sabio de todas las baldosas partidas.
Las prosas que le arranqué un día flagelaron Minotauros rescataron doncellas en pena, consagraron caballeros y destronaron los tiranos de mi tierra.
La cristalinidad de su rostro sometía con gran arte a su triste figura, escondía las llaves de todos los misterios. Su mente volaba entre libertades desconocidas y su noble espíritu jamás descansaba. Ya conocía nuestros futuros más bellos. Ya era leyenda viviente y nunca merecería el frío de una estatua, cárcel de sílica donde la gallardía se evapora.
Guerrero del mar y su bruma, de las gaviotas, las toninas, domador desarrapado de sudestadas, de bancas rotas en las plazoletas, defensor de los cuerdos y los locos, de los ancianos y las carcajadas.
Yo sé que ya no estás, en esa ciudad que hizo lugar al brillo de tu violín. Gracias por habernos conocido, barbas blancas de la sal conocedora de la vida.
©Gustavo Larsen, 12/01/2013
A mediados de los setenta, un bohemio sin hogar pero con un violín y un alma relucientes, alegraba las calles de Mar del Plata. El hombre, con herramientas diminutas que nunca supe de donde las sacó, me arregló la cadena de la bicicleta cuando me encontraba a unos diez kilómetros de casa. Nunca lo voy a olvidar.
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