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Un atardecer, broté punzando a las sombras como estrella. Pero la noche creció encarnándome su voz, horadó la marca de su conjuro en mi cuerpo y se quedó conmigo, huérfanos los dos de toda luminiscencia. Recordé al despertar el espanto de sus frentes de guerra y amanecí siendo su amante, su veterano herido. En la cáscara quebrada de mi alma era déspota, y un rayo de luz escasamente nos permeaba a ambos con inciensos y cristales que el día engarzó tímido en su figura de mujer de la vida, y en la mía de guerrero mutilado. Era la sombra hija bastarda de un rey prófugo, sin laureles ni tronos que precedieran a su historia olvidada. Así navegué los mares de la insensatez, los páramos que albergan parias sin aliento, hasta el día en que le reclamé un compromiso a la luz (ahora desnuda, insegura, escéptica de su brillo y de mi translucidez para poder bebérselo). ¡Oh, pobres los dos! ¡Pobre pasión clavada en el limbo de la herida y la cicatriz! Se marchó la noche, muda, modesta, inerme, iluminada toda por vez primera, dejándome sin saber la causa de su obsequio: su primogénito fuego azul.
©Gustavo Larsen, 17/12/2013
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