Tras los barrotes de aquella cárcel, condenado a una perpetua cumplir, por malos caminos con trágicos vientos, una desgracia de donde no pude salir. Quebraba el destino a mi santa madre, quien en su lecho desconsolada con lágrimas afrontaba la desdicha de no volverme a ver… Una mañana partió hacia el cielo, dejándome un inmenso vacío en el espíritu doblegado por la justicia injusta del hombre. Hay tanta crueldad en estas cadenas arrastradas durante este hueco -a quien no puedo llamarle tiempo-. ¡Porque el tiempo pasa, y éste aquí sigue prisionero conmigo, muriéndose en una celda, en donde todo sucede y nada amansa!
En una tarde lluviosa, cuando del cielo gris una luz salida de un endeble rayo, alumbraba aquella fortaleza impasible; en aquella tarde, cuando el silencio era solo interrumpido por el sonido de las finas goteras de lluvia al caer, vi a mi madre cruzar por el patio de la prisión hasta llegar a mi celda, allí le miraba una y otra vez ¡estupefacto! Mis ojos brotados del asombro esculcaban aquella imagen transparente llegada de las blancas nubes; y ella con sus mejillas mojadas de tanto llorar me decía: -Hijo mío, por última vez he venido a verte. ¡Y yo caminaba hacia ella tratando de abrazarla, pero su imagen como el humo se deshacía, se me escapaba de entre los dedos! Mientras la lluvia arreciaba y el relampaguear destellaba el lugar… Pasado un rato el aire silencioso, otra vez, volvió a ocupar su espacio, y con ese silencio desolador me despojé de la mal oliente camisa y la atornillé alrededor del cuello, y le apreté, y le apreté, y le apreté con todas las fuerzas que dentro de mi ser existían, hasta que el cuerpo se desplomó sin un aliento de vida.
Julio Medina 18 de agosto del 2013
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