|
No sé. Lo ignoro. Desconozco todo el tiempo que anduve sin encontrarla nuevamente. ¿Tal vez un siglo? Acaso. Acaso un poco menos: noventa y nueve años. ¿O un mes? Pudiera ser. En cualquier forma un tiempo enorme, enorme, enorme. Al fin como una rosa súbita, repentina campánula temblando, la noticia. Saber de pronto que iba a verla otra vez, que la tendría cerca, tangible, real, como en los sueños. ¡Qué trueno sordo rodándome en las venas, estallando allá arriba bajo mi sangre, en una nocturna tempestad! ¿Y el hallazgo, en seguida? ¿Y la manera que nadie comprendiera que ésa es nuestra propia manera? Un roce apenas, un contacto eléctrico, un apretón conspirativo, una mirada, un palpitar del corazón gritando, aullando con silenciosa voz. Después ( Ya lo sabéis desde los quince años ) ese aletear de las palabras presas, palabras de ojos bajos, penitenciales, entre testigos enemigos, todavía un amor de "lo amo" de "usted", de "bien quisiera, pero es imposible..." De "no podemos, no, piénselo usted mejor...." Es un amor así, es un amor de abismo en primavera, cortés, cordial, feliz, fatal. La despedida, luego, genérica, en el turbión de los amigos. Verla partir y amarla como nunca; seguirla con los ojos, y ya sin ojos seguir viéndola lejos, allá lejos, y aún seguirla más lejos todavía, hecha de noche, de mordedura, beso, insomnio, veneno, éxtasis, convulsión, suspiro, sangre, muerte... Hecha de esa sustancia conocida con que amasamos una estrella.
|
Poeta
|
|
Siento que se despega tu recuerdo de mi mente, como una vieja estampa; tu figura no tiene ya cabeza y un brazo está deshecho, como en esas calcomanías desoladas que ponen los muchachos en la escuela y son después, en el libro olvidado, una mancha dispersa. Cuando estrecho tu cuerpo tengo la blanda sensación de que estás hecho de estopa. Me hablas, y tu voz viene de tan lejos que apenas puedo oírte. Además, ya no te creo. Yo mismo, ya curado de la pasión antigua, me pregunto cómo fue que pude amarte, tan inútil, tan vana, tan floja que antes del año de tenerte en mis brazos ya te estás deshaciendo como un jirón de humo; y ya te estás borrando como un dibujo antiguo, y ya te me despegas en la mente como una vieja estampa!
|
Poeta
|
|
Látigo, sudor y látigo.
El sol despertó temprano y encontró al negro descalzo, desnudo el cuerpo llagado, sobre el campo.
Látigo, sudor y látigo.
El viento pasó gritando: - ¡Qué flor negra en cada mano! La sangre le dijo: ¡vamos! Él dijo a la sangre: ¡vamos! Partió en su sangre, descalzo. El cañaveral, temblando, le abrió paso.
Después, el cielo callado, y bajo el cielo, el esclavo tinto en la sangre del amo.
Látigo, sudor y látigo, tinto en la sangre del amo; látigo, sudor y látigo; tinto en la sangre del amo, tinto en la sangre del amo
|
Poeta
|
|
Camina, caminante, sigue; camina y no te pare, sigue.
Cuando pase po su casa no le diga que me bite: camina, caminante, sigue.
Sigue y no te pare, sigue:
no la mire si te llama, sigue;
Acuérdate que ella e mala, sigue.
|
Poeta
|
|
Bien pueden su hojarasca y polvo y hielo acumular los años sobre ti. Mi corazón sacude el turbio velo, y siempre te hallo, ¡oh dádiva del cielo! fresca y radiante en mí.
Porque a mí te envió El, y yo he guardado tu mejor luz en ánfora inmortal, porque a cosas de Dios morir no es dado y eres tú claro espíritu encarnado en diáfano cristal.
No hay flor cuyo matiz no degenere al pasajero sol que la esmaltó. Tan sólo propia luz firmeza espere: la perla de la mar se opaca y muere; las de los cielos no.
Nuestra querida estrella leve gasa o negro temporal veló talvez; mas ¿qué a ella el furor que el golfo arrasa? Parece cada nubarrón que pasa doblar su brillantez.
La copa del banquete postrimera el gusto encantado. En tu vergel era sonó de juventud postrera; el ángel me hallará, cuando yo muera, saboreando tu miel. La tarde de la vida, árida y fosca, pide un hogar con su genial calor; si él falta, huraño el corazón se embosca, y la memoria en torno a sí se enrosca cual serpiente en sopor.
Así, vuelta la espalda a lo presente, que, sin el ser por quien vivir sentí, es noria vil, bullicio impertinente, torno a buscar mi sol, mi cara fuente, mi cielo, urna de ti.
Voy para atrás pisada por pisada, recogiendo el rumor de nuestros pies, repensando un silencio, una mirada, un toque, un gesto. ..tanto que fue nada y que un diamante hoy es.
Oculta, como en mágica alcancía, guardé felicidad para los dos, y cuanto una vez fue lo es todavía, que el sol del alma no es el sol de un día, ni es del tiempo, -es de Dios.
Cierta, como la dicha antes de su hora, es ésta; y tierna cual pasado bien que en escondida soledad se llora; sacra como deidad que la fe adora y ojos de éxtasis ven.
Hora, hora mismo, en alta noche oscura, mi aurora boreal, surges aquí. Hay resplandor, hay brisa de hermosura; alzo a ver -y hallo tu mirada pura vertiendo tu alma en mí.
Y ya no media esa impaciencia ingrata, ese exceso de luz que impide ver y que al gustar el bien, nos lo arrebata. La sal de la amargura hoy aquilata, el néctar del placer.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
¡Ah! cuando osen a ti dardos y afrentas, cuando te odies tú misma en tu dolor, cuando apagada y lóbrega te sientas, abre mi corazón: allí te ostentas en todo tu esplendor.
¿Dónde está él? -Donde tú estés. Bien sabes que fue, por fiel a ti, conmigo infiel. Ábrelo, que en tu voz están sus llaves; pero, al mirarte en su cristal, no laves lo que escribiste en él.
|
Poeta
|
|
El alma vuela y vuela buscándote a lo lejos, rosa tú, melancólica rosa de mi recuerdo. Cuando la madrugada va el campo humedeciendo, y el día es como un niño que despierta en el cielo, Rosa, tú, melancólica ojos de sombra llenos, desde mi estrecha sábana toco tu firme cuerpo. Cuando ya el alto sol ardió con su alto fuego, cuando la tarde cae del ocaso deshecho, ya en mi lejana mesa tu oscuro pan contemplo. Y en la noche cargada de ardoroso silencio, Rosa, tú, melancólica rosa de mi recuerdo, dorada, viva, y húmeda, bajando vas del techo, tomas mi mano fría y te me quedas viendo. Cierro entonces los ojos, pero siempre te veo clavada allí, clavando tu mirada en mi pecho, larga mirada fija, como un puñal de sueño.
|
Poeta
|
|
¿Puedes venderme el aire que pasa entre tus dedos y te golpea la cara y te despeina? ¿Tal vez podrías venderme cinco pesos de viento, o más, quizás venderme una tormenta? ¿Acaso el aire fino me venderías, el aire (no todo) que recorre en tu jardín corolas y corolas, en tu jardín para los pájaros, diez pesos de aire fino?
El aire gira y pasa en una mariposa. Nadie lo tiene, nadie.
¿Puedes venderme cielo, el cielo azul a veces, o gris también a veces, una parcela de tu cielo, el que compraste, piensas tú, con los árboles de tu huerto, como quien compra el techo con la casa? ¿Puedes venderme un dólar de cielo, dos kilómetros de cielo, un trozo, el que tú puedas, de tu cielo?
El cielo está en las nubes. Altas las nubes pasan. Nadie las tiene, nadie.
¿Puedes venderme lluvia, el agua que te ha dado tus lágrimas y te moja la lengua? ¿Puedes venderme un dólar de agua de manantial, una nube preñada, crespa y suave como una cordera, o bien agua llovida en la montaña, o el agua de los charcos abandonados a los perros, o una legua de mar, tal vez un lago, cien dólares de lago?
El agua cae, rueda. El agua rueda, pasa. Nadie la tiene, nadie.
¿Puedes venderme tierra, la profunda noche de las raíces; dientes de dinosaurios y la cal dispersa de lejanos esqueletos? ¿Puedes venderme selvas ya sepultadas, aves muertas, peces de piedra, azufre de los volcanes, mil millones de años en espiral subiendo? ¿Puedes venderme tierra, puedes venderme tierra, puedes?
La tierra tuya es mía. Todos los pies la pisan. Nadie la tiene, nadie.
|
Poeta
|
|
La tarde abandonada gime deshecha en lluvia. Del cielo caen recuerdos y entran por la ventana. Duros suspiros rotos, quimeras lastimadas. Lentamente va viniendo tu cuerpo. Llegan tus manos en su órbita de aguardiente de caña; tus pies de lento azúcar quemados por la danza, y tus muslos, tenazas del espasmo, y tu boca, sustancia comestible y tu cintura de abierto caramelo. Llegan tus brazos de oro, tus dientes sanguinarios; de pronto entran tus ojos traicionados; tu piel tendida, preparada para la siesta: tu olor a selva repentina; tu garganta gritando -no sé, me lo imagino-, gimiendo -no sé, me lo figuro-, quemándose- no sé, supongo, creo; tu garganta profunda retorciendo palabras prohibidas. Un río de promesas desciende de tu pelo, se demora en tus senos, cuaja al fin en un charco de melaza en tu vientre, viola tu carne firme de nocturno secreto. Carbón ardiente y piedra de horno en esta tarde fría de lluvia y de silencio.
|
Poeta
|
|
Trópico, tu dura hoguera tuesta las nubes altas y el cielo profundo ceñido por el arco del Mediodía. Tú secas en la piel de los árboles la angustia del lagarto. Tú engrasas las ruedas de los vientos para asustar a las palmeras. Tú atraviesas con una gran flecha roja el corazón de las selvas y la carne de los ríos. Te veo venir por los caminos ardorosos, Trópico, con tu cesta de mangos, tus cañas limosneras y tus caimitos, morados como el sexo de las negras. Te veo las manos rudas partir bárbaramente las semillas y halar de ellas el árbol opulento, árbol recién nacido, pero apto para echar a correr por entre los bosques clamorosos. Aquí, en medio del mar, retozando en las aguas con mis Antillas desnudas, yo te saludo, Trópico. Saludo deportivo, primaveral, que se me escapa del pulmón salado a través de estas islas escandalosas hijas tuyas. (Dice Jamaica que ella está contenta de ser negra, y Cuba ya sabe que es mulata.) ¡Ah, qué ansia la de aspirar el humo de tu incendio y sentir en dos pozos amargos las axilas! Las axilas, oh Trópico, con sus vellos torcidos y retorcidos en tus llamas. Puños los que me das para rajar los cocos tal un pequeño dios colérico; ojos los que me das para alumbrar la sombra de mis tigres; oído el que me das para escuchar sobre la tierra las pezuñas lejanas. Te debo el cuerpo oscuro, las piernas ágiles y la cabeza crespa, mi amor hacia las hembras elementales, y esta sangre imborrable. Te debo los días altos, en cuya tela azul están pegados soles redondos y risueños; te debo los labios húmedos, la cola del jaguar y la saliva de las culebras; te debo el charco donde beben las fieras sedientas; te debo, Trópico, este entusiasmo niño de correr en la pista de tu profundo cinturón lleno de rosas amarillas, riendo sobre las montañas y las nubes, mientras un cielo marítimo se destroza en interminables olas de estrellas a mis pies.
|
Poeta
|
|
Con el círculo ecuatorial ceñido a la cintura como a un pequeño mundo la negra, mujer nueva, avanza en su ligera bata de serpiente.
Coronada de palmas, como una diosa recién llegada, ella trae la palabra inédita, el anca fuerte, la voz, el diente, la mañana y el salto.
Chorro de sangre joven bajo un pedazo de piel fresca, y el pie incansable para la pista profunda del tambor.
|
Poeta
|
|