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Dame la mano y danzaremos, dame la mano y me amarás. Como una sola flor seremos, como una flor, y nada más. . .
El mismo verso cantaremos, al mismo paso bailarás. Como una espiga ondularemos, como una espiga, y nada más.
Te llamas Rosa y yo Esperanza, pero tu nombre olvidarás, porque seremos una danza en la colina y nada más...
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Poeta
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Yo pienso en ti buscándote en la mar tu ausencia me mantiene el alma en vilo, si te alejas aún percibo el filo de tu rostro de pétalos sumar mi memoria inclinada a la alegría al jardín de tus vientos guardafrenos, sin la alborada de tus ojos plenos a cuántos jazmines más sumaría.
Flor radiante de Sol en los pañuelos los dos tréboles y una mariposa regresan de la playa con mi esposa envueltos en aroma de los cielos, descubro escalinata que acontece al colmar esa huella con la noche, y el destino al instante es un derroche cuando la flor no rompe y no florece.
Toda suerte y latido y todo afán ha sido así besado en bienvenida; y adorando el principio de la vida el niño de azul baja el tobogán.
José Pómez @josepomez http://pomez.net
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Poeta
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Promesa a las estrellas
Ojitos de las estrellas abiertos en un oscuro terciopelo: de lo alto, ¿me veis puro?
Ojitos de las estrellas, prendidos en el sereno cielo, decid: desde arriba, ¿me veis bueno?
Ojitos de las estrellas, de pestañitas inquietas, ¿por qué sois azules, rojos y violetas?
Ojitos de la pupila curiosa y trasnochadora, ¿por qué os borra con sus rosas la aurora?
Ojitos, salpicaduras de lágrimas o rocío, cuando tembláis allá arriba, ¿es de frío?
Ojitos de las estrellas, fijo en una y otra os juro que me habéis de mirar siempre, siempre puro.
Gabriela Mistral
Claudia Alhelí Castillo
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Poeta
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Dame la mano y danzaremos; dame la mano y me amarás. Como una sola flor seremos, como una flor, y nada más...
El mismo verso cantaremos, al mismo paso bailarás. Como una espiga ondularemos, como una espiga, y nada más.
Te llamas Rosa y yo Esperanza; pero tu nombre olvidarás, porque seremos una danza en la colina y nada más...
Gabriela Mistral
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Poeta
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La maestra era pura. "Los suaves hortelanos", decía, "de este predio, que es predio de Jesús, han de conservar puros los ojos y las manos, guardar claros sus óleos, para dar clara luz".
La maestra era pobre. Su reino no es humano. (Así en el doloroso sembrador de Israel.) Vestía sayas pardas, no enjoyaba su mano ¡y era todo su espíritu un inmenso joyel!
La maestra era alegre. ¡Pobre mujer herida! Su sonrisa fue un modo de llorar con bondad. Por sobre la sandalia rota y enrojecida, era ella la insigne flor de su santidad.
¡Dulce ser! En su río de mieles, caudaloso, largamente abrevaba sus tigres el dolor. Los hierros que le abrieron el pecho generoso ¡más anchas le dejaron las cuencas del amor!
¡Oh labriego, cuyo hijo de su labio aprendía el himno y la plegaria, nunca viste el fulgor del lucero cautivo que en sus carnes ardía: pasaste sin besar su corazòn en flor!
Campesina, ¿recuerdas que alguna vez prendiste su nombre a un comentario brutal o baladí? Cien veces la miraste, ninguna vez la viste ¡y en el solar de tu hijo, de ella hay más que de ti!
Pasò por él su fina, su delicada esteva, abriendo surcos donde alojar perfección. La albada de virtudes de que lento se nieva es suya. Campesina, ¿no le pides perdón?
Daba sombra por una selva su encina hendida el día en que la muerte la convidò a partir. Pensando en que su madre la esperaba dormida, a La de Ojos Profundos se dio sin resistir.
Y en su Dios se ha dormido, como en cojín de luna; almohada de sus sienes, una constelación; canta el Padre para ella sus canciones de cuna ¡y la paz llueve largo sobre su corazón!
Como un henchido vaso, traía el alma hecha para dar ambrosía de toda eternidad; y era su vida humana la dilatada brecha que suele abrirse el Padre para echar claridad.
Por eso aún el polvo de sus huesos sustenta púrpura de rosales de violento llamear. ¡Y el cuidador de tumbas, como aroma, me cuenta, las plantas del que huella sus huesos, al pasar!
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Poeta
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Flor, flor de la raza mía, Sombra Inquieta, ¡qué dulce y terrible tu evocación! El perfil de éxtasis, llama la silueta, las sienes de nardo, l'habla de canción.
Cabellera luenga de cálido manto, pupilas de ruego, pecho vibrador; ojos hondos para albergar más llanto; pecho fino donde taladrar mejor.
Por suave, por alta, por bella, ¡precita! fatal siete veces; fatal, ¡pobrecita!, por la honda mirada y el hondo pensar.
¡Ay!, quien te condene, vea tu belleza, mire el mundo amargo, mida tu tristeza, ¡y en rubor cubierto rompa a sollozar!
...
¡Cuánto río y fuente de cuenca colmada, cuánta generosa y fresca merced de aguas, para nuestra boca socarrada! ¡Y el alma, la huérfana, muriendo de sed!
Jadeante de sed, loca de infinito, muerta de amargura la tuya en clamor, dijo su ansia inmensa por plegaria y grito: ¡Agar desde el vasto yermo abrasador!
Y para abrevarte largo, largo, largo, Cristo dio a tu cuerpo silencio y letargo, y lo apegó a su ancho caño saciador...
El que en maldecir tu duda se apure, que puesta la mano sobre el pecho juré; "Mi fe no conoce zozobra, Señor."
...
Y ahora que su planta no quiebra la grama de nuestros senderos, y en el caminar notamos que falta, tremolante llama, su forma, pintando de luz el solar,
cuantos la quisimos abajo, apeguemos la boca a la tierra, y a su corazón, vaso de cenizas dulces, musitemos esta formidable interrogación:
¿Hay arriba tanta leche azul de lunas, tanta luz gloriosa de blondos estíos, tanta insigne y honda virtud de ablución
que limpien, que laven, que albeen las brunas manos que sangraron con garfios y en ríos, ¡oh Muerta!, la carne de tu corazón?
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Poeta
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Mirando la alameda, de otoño lacerada, la alameda profunda de vejez amarilla, como cuando camino por la hierba segada busco el rostro de Dios y palpo su mejilla.
Y en esta tarde lenta como una hebra de llanto por la alameda de oro y de rojez yo siento un Dios de otoño, un Dios sin ardor y sin canto ¡y lo conozco triste, lleno de desaliento!
Y pienso que tal vez Aquel tremendo y fuerte Señor, al que cantara de locura embriagada, no existe, y que mi Padre que las mañanas vierte tiene la mano laxa, la mejilla cansada.
Se oye en su corazón un rumor de alameda de otoño: el desgajarse de la suma tristeza; su mirada hacia mí como lágrima rueda y esa mirada mustia me inclina la cabeza.
Y ensayo otra plegaria para este Dios doliente, plegaria que del polvo del mundo no ha subido: "Padre, nada te pido, pues te miro a la frente y eres inmenso, ¡inmenso!, pero te hallas herido."
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Poeta
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Libros, callados libros de las estanterías, vivos en su silencio, ardientes en su calma; libros, los que consuelan, terciopelos del alma, y que siendo tan tristes nos hacen la alegría!
Mis manos en el día de afanes se rindieron; pero al llegar la noche los buscaron, amantes en el hueco del muro donde como semblantes me miran confortándome aquellos que vivieron.
¡Biblia, mi noble Biblia, panorama estupendo, en donde se quedaron mis ojos largamente, tienes sobre los Salmos las lavas más ardientes y en su río de fuego mi corazòn enciendo!
Sustentaste a mis gentes con tu robusto vino y los erguiste recios en medio de los hombres, y a mí me yergue de ímpetu sólo el decir tu nombre; porque yo de ti vengo he quebrado al Destino.
Después de ti, tan sólo me traspasó los huesos con su ancho alarido, el sumo Florentino. A su voz todavía como un junco me inclino; por su rojez de infierno fantástica atravieso.
Y para refrescar en musgos con rocío la boca, requemada en las llamas dantescas, busqué las Florecillas de Asís, las siempre frescas ¡y en esas felpas dulces se quedó el pecho mío!
Yo vi a Francisco, a Aquel fino como las rosas, pasar por su campiña más leve que un aliento, besando el lirio abierto y el pecho purulento, por besar al Señor que duerme entre las cosas.
¡Poema de Mistral, olor a surco abierto que huele en las mañanas, yo te aspiré embriagada! Vi a Mireya exprimir la fruta ensangrentada del amor y correr por el atroz desierto.
Te recuerdo también, deshecha de dulzuras, versos de Amado Nervo, con pecho de paloma, que me hiciste más suave la línea de la loma, cuando yo te leía en mis mañanas puras.
Nobles libros antiguos, de hojas amarillentas, sois labios no rendidos de endulzar a los tristes, sois la vieja amargura que nuevo manto viste: ¡desde Job hasta Kempis la misma voz doliente!
Los que cual Cristo hicieron la Vía-Dolorosa, apretaron el verso contra su roja herida, y es lienzo de Verònica la estrofa dolorida; ¡todo libro es purpúreo como sangrienta rosa!
¡Os amo, os amo, bocas de los poetas idos, que deshechas en polvo me seguís consolando, y que al llegar la noche estáis conmigo hablando, junto a la dulce lámpara, con dulzor de gemidos!
De la página abierta aparto la mirada, ¡oh muertos!, y mi ensueño va tejiéndoos semblantes: las pupilas febriles, los labios anhelantes que lentos se deshacen en la tierra apretada.
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Poeta
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La mujer que no mece a un hijo en el regazo; cuyo calor y aroma alcance a sus entrañas, tiene una laxitud de mundo entre los brazos; todo su corazòn congoja inmensa baña.
El lirio le recuerda unas sienes de infante; el Ángelus le pide otra boca con ruego; e interroga la fuente de seno de diamante por qué su labio quiebra el cristal en sosiega
Y al contemplar sus ojos se acuerda de la azada piensa que en los de un hijo no mirará éxtasiada; al vaciarse sus ojos, los follajes de octubre.
Con doble temblor oye el viento en los cipreses ¡Y una mendiga grávida, cuyo seno florece cual la parva de enero, de vergüenza la cubre!
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Poeta
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Me acuerdo de tu rostro que se fijó en mis días, mujer de saya azul y de tostada frente, que en mi niñez y sobre mi tierra de ambrosía vi abrir el surco negro en un abril ardiente.
Alzaba en la taberna, honda, la copa impura el que te apegó un hijo al pecho de azucena, y bajo ese recuerdo, que te era quemadura, caía la simiente de tu mano, serena.
Segar te vi en enero los trigos de tu hijo, y sin comprender tuve en ti los ojos fijos, agrandados al par, de maravilla y llanto.
Y el lodo de tus pies todavía besara, porque entre cien mundanas no he encontrado tu cara ¡y aun te sigo en los surcos la sombra con mi canto!
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Poeta
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