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Aquella noche el mar no tuvo sueño. Cansado de contar, siempre contar a tantas olas, quiso vivir hacia lo lejos, donde supiera alguien de su color amargo.
Con una voz insomne decía cosas vagas, barcos entrelazados dulcemente en un fondo de noche, o cuerpos siempre pálidos, con su traje de olvido viajando hacia nada.
Cantaba tempestades, estruendos desbocados bajo cielos con sombra, como la sombra misma, como la sombra siempre rencorosa de pájaros estrellas.
Su voz atravesando luces, lluvia, frío, alcanzaba ciudades elevadas a nubes, cielo Sereno, Colorado, Glaciar del infierno, todas puras de nieve o de astros caídos en sus manos de tierra.
Mas el mar se cansaba de esperar las ciudades. Allí su amor tan sólo era un pretexto vago con sonrisa de antaño, ignorado de todos.
Y con sueño de nuevo se volvió lentamente adonde nadie sabe de nadie. Adonde acaba el mundo.
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Poeta
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No es el amor quien muere, somos nosotros mismos.
Inocencia primera Abolida en deseo, Olvido de sí mismo en otro olvido, Ramas entrelazadas, ¿Por qué vivir si desaparecéis un día?
Sólo vive quien mira Siempre ante sí los ojos de su aurora, Sólo vive quien besa Aquel cuerpo de ángel que el amor levantara.
Fantasmas de la pena, A lo lejos, los otros, Los que ese amor perdieron, Como un recuerdo en sueños, Recorriendo las tumbas Otro vacío estrechan.
Por allá van y gimen, Muertos en pie, vidas tras de la piedra, Golpeando la impotencia, Arañando la sombra Con inútil ternura.
No, no es el amor quien muere.
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Poeta
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No decía palabras, acercaba tan sólo un cuerpo interrogante porque ignoraba que el deseo es una pregunta cuya respuesta no existe, una hoja cuya rama no existe, un mundo cuyo cielo no existe.
La angustia se abre paso entre los huesos, remonta por las venas hasta abrirse en la piel, surtidores de sueño hechos carne en interrogación vuelta a las nubes.
Un roce al paso, una mirada fugaz entre las sombras, bastan para que el cuerpo se abra en dos, ávido de recibir en sí mismo otro cuerpo que sueñe; mitad y mitad, sueño y sueño, carne y carne, iguales en figura, iguales en amor, iguales en deseo.
Aunque sólo sea una esperanza, porque el deseo es una pregunta cuya respuesta nadie sabe.
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Poeta
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Los marineros son las alas del amor, son los espejos del amor, el mar les acompaña, y sus ojos son rubios lo mismo que el amor rubio es también, igual que son sus ojos.
La alegría vivaz que vierten en las venas rubia es también, idéntica a la piel que asoman; no les dejéis marchar porque sonríen como la libertad sonríe, luz cegadora erguida sobre el mar.
Si un marinero es mar, rubio mar amoroso cuya presencia es cántico, no quiero la ciudad hecha de sueños grises; quiero sólo ir al mar donde me anegue, barca sin norte, cuerpo sin norte hundirme en su luz rubia.
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Poeta
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Yo no te conocía, tierra; con los ojos inertes, la mano aleteante, lloré todo ciego bajo tu verde sonrisa, aunque, alentar juvenil, sintiera a veces un tumulto sediento de postrarse, como huracán henchido aquí en el pecho; ignorándote, tierra mía, ignorando tu alentar, huracán o tumulto, idénticos en esta melancólica burbuja que yo soy a quien tu voz de acero inspirara un menudo vivir.
Bien sé ahora que tú eres quien me dicta esta forma y este ansia; sé al fin que el mar esbelto, la enamorada luz, los niños sonrientes, no son sino tú misma; que los vivos, los muertos, el placer y la pena, la soledad, la amistad, la miseria, el poderoso estúpido, el hombre enamorado, el canalla, son tan dignos de mí como de ellos yo lo soy; mis brazos, tierra, son ya más anchos, ágiles, para llevar tu afán que nada satisface.
El amor no tiene esta o aquella forma, no puede detenerse en criatura alguna; todas son por igual viles y soñadoras. Placer que nunca muere beso que nunca muere, sólo en ti misma encuentro, tierra mía. Nimbos de juventud, cabellos rubios o sombríos, rizosos o lánguidos como una primavera, sobre cuerpos cobrizos, sobre radiantes cuerpos que tanto he amado inútilmente, no es en vosotros donde la vida está, sino en la tierra, en la tierra que aguarda, aguarda siempre con sus labios tendidos, con sus brazos abiertos.
Dejadme, dejadme abarcar, ver unos instantes este mundo divino que ahora es mío, mío como lo soy yo mismo, como lo fueron otros cuerpos que estrecharon mis brazos, como la arena, que al besarla los labios finge otros labios, dúctiles al deseo, hasta que el viento lleva sus mentirosos átomos.
Como la arena, tierra, como la arena misma, la caricia es mentira, el amor es mentira, la amistad es mentira. Tú sola quedas con el deseo, con este deseo que aparenta ser mío y ni siquiera es mío, sino el deseo de todos, malvados, inocentes, enamorados o canallas.
Tierra, tierra y deseo. Una forma perdida.
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Poeta
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Verdor nuevo los espinos tienen ya por la colina, toda de púrpura y nieve en el aire estremecida.
Cuántos cielos florecidos les has visto; aunque a la cita ellos serán siempre fieles, tú no lo serás un día.
Antes que la sombra caiga, aprende cómo es la dicha ante los espinos blancos y rojos en flor. Vé. Mira.
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Poeta
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La plaza sola (gris el aire, negros los árboles, la tierra manchada por la nieve), parecía, no realidad, mas copia triste sin realidad. Entonces, ante el umbral, dijiste: viviendo aquí serías fantasma de ti mismo. Inhóspita en su adorno parsimonioso, porcelanas, bronces, muebles chinos, la casa oscura toda era, pálidas sus ventanas sobre el río, y el color se escondía en un retablo español, en un lienzo francés, su brío amedrentado. Entre aquellos despojos, proyecto, el dueño estaba sentado junto a su retrato por artista a la moda en años idos, imagen fatua y fácil del diletante, divertido entonces comprando lo que una fe creara en otro tiempo y otra tierra. Allí con sus iguales, damas imperativas bajo sus afeites, caballeros seguros de sí mismos, rito social cumplía, y entre el diálogo moroso, tú oyendo alguien me dijo: "Me ofrecieron la primera edición de un poeta raro, y la he comprado", tu emoción callaste. Así, pensabas, el poeta vive para esto, para esto noches y días amargos, sin ayuda de nadie, en la contienda adonde, como el fénix, muere y nace, para que años después, siglos después, obtenga al fin el displicente favor de un grande en este mundo. Su vida ya puede excusarse, porque ha muerto del todo; su trabajo ahora cuenta, domesticado para el mundo de ellos, como otro objeto vano, otro ornamento inútil; y tú cobarde, mudo te despediste ahí, como el que asiente, más allá de la muerte, a la injusticia. Mejor la destrucción, el fuego.
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Poeta
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Recuerdo que tocamos puerto tras larga travesía, y dejando el navío y el muelle, por callejas (entre el polvo mezclados pétalos y escamas), llegué a la plaza, donde estaban los bazares. Era grande el calor, la sombra poca.
Con el pecho desnudo iba, distraído como si familiares fuesen la villa y sus costumbres, y miré en un portal al mercader de sedas que desplegaba una, color de aurora, fría a los ojos, sintiendo sin tocarla la suavidad escurridiza. Ante un ciego cantor estuve largo espacio, único espectador, y parecía cantar para mí solo. Compré luego a una niña un ramo de jazmines amarillentos, pero en su olor ajado tuvo alivio la dejadez extraña que empezaba a aquejarme.
Desanudada la faja en la cintura, unos muchachos que pasaban, reían, volviendo la cabeza. Acaso me creyeron Ebrio. Los ojos de uno de ellos eran como la noche, profundos y estrellados.
La humedad de la piel pronto se disipaba por el aire ardoroso, a cuyo influjo mi pereza crecía. Me detuve indeciso, acariciando el cuerpo, sintiendo su tibieza lisa, como si acariciara un cuerpo ajeno.
Seguí, por parajes nunca vistos, mas presentidos, igual a quien camina hacia cita amistosa. Deponía la tarde su fuerza, cuando al fin quise buscar reposo ante un umbral cerrado.
Era un barrio tranquilo. Mis párpados pesaban (acaso dormí mucho), y al abrirlos de nuevo ya el sol estaba bajo en el muro de enfrente. Una presencia ajena pareció despertarme, porque al volver la cara vi una mujer, y sonreía.
Como si de mi anhelo fuese proyección, respuesta ante demanda informulada, me miraba, insegura; aunque yo nada dije, con gesto silencioso, invitándome adentro, me tomó de la mano. La seguí, con recelo más débil que el deseo.
La sala estaba oscura (ya caía la tarde). Sobre la estera había almohadas, un cestillo anidando manojos de magnolias mojadas, de excesiva fragancia. filtró la celosía unas palabras de la calle: «Le encontraron muerto».
Las pensé referidas a un camarada, quizá presagio de mi sino. Pero ella, atrayéndome a sí, sobre la alfombra el ropaje tiró, como cuchillo sin la vaina, fría, dura, flexible, escurridiza.
Mis manos en sus pechos, su cintura quebrarse pareció al extenderme sobre ella, y en el silencio circundante, al ritmo de los cuerpos, oí su brazalete, queja del ave fabulosa que escapaba.
La oscuridad llenó la sala toda cuando saciado y satisfecho quise irme. En la puerta (ella como mi sombra me seguía), al cruzar su dintel, sentí que entre mis dedos quedaba el brazalete, ahora inerte y mudo.
Mucho tiempo ha pasado. No aceptara revivir otra vez esta existencia. Mas no sé qué daría por sólo aquel instante revivirlo. Bien sé que apenas tengo con qué tiente al destino, ni el destino tentarse dejaría.
Cuando el recuerdo así vuelve sobre sus huellas (¿no es el recuerdo la impotencia del deseo?). Es que a él, como a mí, la vejez vence; y acaso ya no tengo lo único que tuve: Deseo, a quien rendida la ocasión le sigue.
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Poeta
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Al despertar de un sueño, buscas Tu juventud, como si fuera el cuerpo Del camarada que durmiese A tu lado y que al alba no encuentras.
Ausencia conocida, nueva siempre, Con la cual no te hallas. Y aunque acaso Hoy tú seas más de lo que era El mozo ido, todavía
Sin voz le llamas, cuántas veces; Olvidado que de su mocedad se alimentaba Aquella pena aguda, la conciencia De tu vivir de ayer. Ahora,
Ida también, es sólo Un vago malestar, una inconsciencia Acallando el pasado, dejando indiferente Al otro que tú eres, sin pena, sin alivio.
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Poeta
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Escondido en los muros este jardín me brinda sus ramas y sus aguas de secreta delicia. Qué silencio. ¿Es así el mundo?... Cruz al cielo desfilando paisajes, risueño hacia lo lejos. Tierra indolente. En vano resplandece el destino. Junto a las aguas quietas sueño y pienso que vivo. Mas el tiempo ya tasa el poder de esta hora; madura su medida, escapa entre sus rosas. Y el aire fresco vuelve con la noche cercana, su tersura olvidando las ramas y las aguas.
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Poeta
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