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El libro sin abrir y el vaso lleno. -Con esto, para mí, nada hay ausente-. Podemos conversar tranquilamente: la excelencia del vino me hace bueno.
Hermano, ya lo ves, ni una exigencia me reprocha la vida..., así me agrada; de lo demás no quiero saber nada... Practico una virtud: la indiferencia.
Me disgusta tener preocupaciones que hayan de conmoverme. En mis rincones vivo la vida a la manera eximia
del que es feliz, porque en verdad te digo: la esposa del señor de la vendimia se ha fugado conmigo...
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Poeta
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Como un deslumbramiento de rubias primaveras irradian y perfuman las dichas prisioneras de todos tus encantos ¡Oh, poemas paganos! Heroína y señora de rondeles galanos:
Para que siempre puedas orquestar tus mañanas calandrias y zorzales mis selvas entrerrianas te ofrecen en mis trovas. Que en todos los momentos te den las grandes liras sus más nobles acentos,
y revienten las yemas donde el placer anida, en las exaltaciones gloriosas de la vida que surgen en el cálido floreal de tus horas, como un carmen de auroras, ¡eternamente auroras!
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Poeta
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Sí, vecina: te puedes dar la mano, esa mano que un día fuera hermosa, con aquella otra eterna silenciosa «que se cansara de aguardar en vano».
Tú también, como ella, acaso fuiste la bondadosa amante, la primera, de un estudiante pobre, aquel que era un poco chacotón y un poco triste.
O no faltó el muchacho periodista que allá en tus buenos tiempos de modista en ocios melancólicos te amó
y que una fría noche ya lejana, te dijo, como siempre: «Hasta mañana...» pero que no volvió.
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Poeta
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¡Ah, si volvieras!... ¡Cómo te extrañan mis hermanos! La casa es un desquicio: ya no está la hacendosa muchacha de otros tiempos. ¡Eras la habilidosa que todo lo sabías hacer con esas manos...!
El menor de los chicos, ¡pobrecito!, te llama recordándote siempre lo que le prometieras, para que le des algo... Y a veces -¡si lo oyeras!- para que como entonces le prepares la cama.
¡Como entonces! ¿Entiendes? ¡Ah, desde que te fuiste, en la casita nuestra todo el mundo anda triste! y temo que los viejos enfermen, ¡pobres viejos!
Mi madre disimula, pero a escondidas llora con el supersticioso temor de verte lejos... Caperucita roja, ¿dónde estarás ahora?
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Poeta
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La mesa estaba alegre como nunca. Bebíamos el té: mamá reía recordando, entre otros, no sé qué antiguo chisme de familia; una de nuestras primas comentaba -recordando con gracia los modales, de un testigo irritado- el incidente que presenció en la calle; los niños se empeñaban, chacoteando, en continuar el juego interrumpido, y los demás hablábamos de todas las cosas de que se habla con cariño.
Estábamos así, contentos, cuando alguno te nombró, y el doloroso silencio que de pronto ahogó las risas, con pesadez de plomo, persistió largo rato. Lo recuerdo como si fuera ahora: nos quedamos mudos, fríos. Pasaban los minutos, pasaban y seguíamos callados.
Nadie decía nada, pero todos pensábamos lo mismo. Como siempre que la conmueve una emoción penosa, mamá disimulaba ingenuamente queriendo aparecer tranquila. ¡Pobre!
¡Bien que la conocemos!... Las muchachas fingían ocuparse del vestido que una de ellas llevaba: los niños, asombrados de un silencio tan extraño, salían de la pieza. Y los demás seguíamos callados sin mirarnos siquiera.
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Poeta
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